Hasta siempre, Caballé
Columna de Margarita García-Galán
Sentados en las butacas de un cine, desde el MET de Nueva York veíamos la ópera grandiosa Aida, de Giuseppe Verdi. Como otras tantas veces, sentíamos el privilegio de poder disfrutar, desde tan lejos y en directo, de las mejores óperas en las mejores voces. Anna Netrebko daba vida a la esclava etíope, celeste Aida, que nos transportaba, con su maravillosa voz, al fastuoso Egipto de los faraones, descubriéndonos el secreto de su callado y loco amor por el guerrero Radamés. Desde Nueva York, vivíamos escenas grandiosas de amor, de celos, de guerras... Mientras, aquí en España, despedíamos a la voz que tantas veces fuera Aida, y Norma, y Violeta, y Turandot, y Butterfly... Montserrat Caballé, una de las más grandes sopranos del siglo XX, nos dejaba para siempre en un hospital de su Barcelona natal. Inexplicablemente, el MET no hizo ninguna mención al respecto. Solo el tenor Roberto Alagna, al que entrevistaron en un entreacto, dedicó un recuerdo a la gran soprano que cantó muchas veces en ese mismo teatro. Imperdonable olvido en el día de la desaparición de una de las mejores voces del bel canto. En la pantalla del cine, Aida seguía emocionándonos con la tortura de su imposible amor, mientras una fastuosa marcha triunfal llenaba el escenario. Caballos, guerreros, héroes, prisioneros... Vencedores y vencidos desfilaban ante nuestros ojos al compás de una hermosísima marcha. Y en algún lugar del infinito, entre arias sublimes y música de eternidad, Montserrat Caballé era, más que nunca, una celeste Aida.
Porque la música me emociona; porque me alienta, me conmueve y me hace vulnerable, y porque la muerte de cualquier persona me disminuye, he sentido la pérdida de una mujer humilde, con una voz magistral, que empezó a estudiar música gracias a una beca. Se lo oí contar en una entrevista donde abría su corazón sin ahorrar detalles de una infancia difícil, endulzada por el talante positivo de su padre, que fue determinante para sobrellevarla. Decía que alguna una vez durmieron en la calle por no poder pagar el alquiler, y su padre les hacía ver el lado bueno de dormir a la intemperie: estar bajo las estrellas y ver amanecer. Lo contaba mientras comparaba la Plaza de Cataluña de ahora con aquella otra de tierra, con bancos y árboles, donde en algún rincón sus ojos de niña vieron salir el sol. Es hermoso contar algo así con una actitud tan serena. La voz de su padre debió ser el bálsamo que calmaba el desasosiego de unos años difíciles. Después, su amor a la música, su tesón y el deseo de cambiar la situación familiar, la llevaron en volandas a ser la magnífica soprano que paseó por el mundo su voz. Ella fue la dulce Cio-Cio-San que se enamoró de un Pinkerton aragonés, que después sería su marido, porque le dio un beso “de verdad” cuando cantaban el dúo de amor de Butterfly. Entiendo lo fácil que sería entregarse al amor cantando ese aria excelso, para mí uno de los más bellos de la ópera. Ella fue una Norma inolvidable cantando Casta Diva. “Casta diosa, vuelve hacia nosotros tu hermoso semblante sin nubes y sin velos”. Aquella vez, Caballé cantó a la luna con el velo de su vestido al viento, con flores en el pelo y en las manos, y el torrente de su voz elevándose ante el asombro de un público entusiasmado que no olvidará nunca esa plegaria sublime, que la luna seguro escuchó.
Con su oronda humanidad, su voz maravillosa y su corazón humilde, Montserrat Caballé se ha ido. Discretamente, sin alharacas. Rodeada de cariño y admiración y en brazos de su propia música. Nunca olvidaremos la canción que cantó con Fredy Mercury en Barcelona. Dos voces únicas, eternas, elevando a lo más alto el nombre de una ciudad.
Hasta siempre, Aida, Norma, Violeta, Butterfly, Turandot... Hasta siempre, Caballé. La ópera se queda huérfana sin tu voz, y la música, toda la música, llora por ti.
Me quedo con el recuerdo imborrable de esa plegaria a la luna que tu voz hizo inmortal.