Hasta siempre 'Cuqui'
Tenía tres años cuando se cruzó en mi camino. El pequeño caniche, con mezcla de grifón, llevaba nueve días andando por carreteras y campos hostiles, intentando volver a la que él creía que era su casa. Blanco, fuerte, vivaracho, con unos ojillos negros que hablaban solos, el perrillo, que tenía un futuro más que incierto, avanzaba contra el viento y la marea, contra el frío, el hambre y la adversidad, peleando con fuerza contra el desamparo. Tenía unas enormes ganas de vivir.
Me lo llevé a casa para buscarle un hogar, pero desde el primer momento empatizamos con aquel ‘peluche’ desorientado que nos miraba extrañado, sin saber qué estaba pasando. Y decidimos que no buscaríamos ninguna otra casa para él: su casa sería la nuestra. Así fue como Cuqui entró a formar parte de nuestra familia, ocupando un lugar en el espacio, bullicioso y plural, donde reinaba la impronta de un precioso pastor belga, “cincuenta kilos de negra lealtad”, que le dejó claro desde el primer momento que allí mandaba él. Resuelto el problema de jerarquías con el pastor belga, lo siguiente sería que lo aceptaran también los otros ocupantes de la casa: una oronda gata blanca, con mucha personalidad, y un gatillo arrabalero, rubio, manso y cariñoso, al que rescaté de la calle cuando vagaba, también, sin rumbo debajo de los coches. La gata miraba al perrillo blanco desde la distancia, majestuosamente encaramada en un mueble que era su atalaya; el gatillo rubio se escondió debajo de una mesa de camilla y estuvo dos días sin salir de allí, hasta que, al fin, se atrevió a asomar sus bigotes, y pasó, sigilosamente, rozando apenas el lomo del que pronto sería su amigo más fiel.
Entre el animado ajetreo de ladridos y maullidos, rodeado de cariño por todas partes, Cuqui se olvidó pronto de su difícil caminar hacia ninguna parte. Sin hacer jamás un mal gesto, entró por derecho a compartir la entretenida rutina de sus compañeros de piso. Como si siempre hubiera estado allí. Su pienso, su chip, su cesta, su correa azul colgando en la percha de la entrada... Pasear tres veces al día, recorriendo las calles de Málaga, parándose en cada esquina, en cada árbol, en cada jardín. Después, por la orilla del mar, ladrando a cada perro que pasaba a nuestro lado, a las palomas, a las gaviotas, a las olas blancas que salpicaban su trotecillo alegre. Me encantaba pasear con él, me emocionaba ver lo que nos quería y lo feliz que era con nosotros. Cómo saltaba de alegría cuando nos veía llegar.
Pasaron los años. Se fue la gata blanca que se extasiaba con los vencejos; se fue el precioso pastor belga de imponente presencia que se hizo amigo de aquel perrillo asustado al que acabó lamiendo la cara, de puro cariño. Y ahora, cuando iba a cumplir diecisiete años, también se ha ido él, mi amigo inseparable, mi perrillo alegre y cariñoso, que envejeció con nosotros en paz y sin sobresaltos. Me enorgullece y me consuela pensar en lo bien que lo hemos cuidado hasta el final. Catorce de sus diecisiete años viviendo con nosotros una vida plena y feliz. Se la ganó a pulso mi pequeño Cuqui, por valiente, cariñoso y leal.
Escribo esta columna sacudiéndome apenas la tristeza de su ausencia; mirando el rincón silencioso que lleva, para siempre, su huella y su nombre. Me cuesta encontrar las palabras para describir el vacío que nos deja, pero quería, por encima de la pena, hacer un homenaje a mi perro. Un perro especialmente querido, que nos devolvió con creces el cariño que le dimos. Ojalá que esta despedida sirva también para airear las conciencias de los que olvidan que los animales no son juguetes: son seres vivos, que necesitan cuidado y cariño.
Hasta siempre, Cuqui. Adoptarte, cuidarte, quererte sin condiciones y hacer de tu vida una historia feliz, ha sido de las cosas más gratificantes que he hecho en mi vida.
El gato se ha quedado solo, va de acá para allá buscando a su amigo, maullando con un maullido lento y lastimero... Te echa de menos, Cuqui. Como nosotros.