Historias de libros

Acabo de leer un libro que me ha entretenido durante unos días con el ir y venir de sus personajes alrededor de una historia curiosa, llena de intrigas, misterios e irrealidades. Miro el libro ya cerrado y pienso en todo lo que he vivido con él; página a página, he bailado al son de vidas distintas siguiendo la música de unos personajes que me contagiaban por momentos sus miedos, sus creencias, su ilusión, su desencanto... Su sentir.

Los libros cuentan historias, y algunos, además, tienen detrás su propia historia. Es el caso de un ejemplar antiguo que ha llegado a mis manos recientemente, un tomo grueso de color marrón, despintado por el roce de las manos del tiempo. Con un  intenso olor a viejo y a olvido, guarda una historia ajena a la que cuentan sus páginas ásperas y amarillentas. El libro ha llegado a mí después de pasar por otras manos familiares que lo tenían en guarda y custodia, y aunque no es un libro para entretener, porque habla de leyes y está destinado a profesionales de Justicia, me interesa especialmente, porque no es un libro cualquiera. Lo escribió un joven juez, allá por los años cuarenta, y es su letra clara, de trazos finos y personalísimos, la que aparece intacta, ganando el pulso al latido del tiempo, en la dedicatoria de la primera página: “A mi querido hermano Pepe. El autor”. El joven juez no podía imaginar entonces que, muchos años después, cuando él y su hermano son solo un recuerdo, yo estaría leyendo esa entrañable dedicatoria y pasando las páginas, tantas veces consultadas por ese hermano querido, del libro que vivió con él una historia que quedó plasmada para siempre en el papel.
     El libro dormía, junto a otros de leyes, en el cajón de una mesa de despacho en el juzgado de una ciudad del sur. Aún recuerdo sus balcones, desde donde mis sorprendidos ojos vieron por primera vez una procesión de la Semana Santa andaluza. Aquella ciudad blanca, que cambió de golpe el color de mi paisaje, tenía una plaza donde jugar, un cuartel lleno de soldados que piropeaban a las chicas al pasar, una iglesia blanca que aireaba la música de sus campanas y un teatro recoleto por el que pasaban artistas de revista y las mejores cantantes de copla. Por aquel entonces, Marifé de Triana alzaba su voz por encima de su ‘Torre de arena’: “Como lamentos del alma mía son mis suspiros, válgame Dios”. Su voz potente y clara emocionaba al señor que solía oírla cantar en la vieja radio de su comedor, y aquel día en el teatro se atrevió a pedirle un autógrafo; ella le dedicó una sonrisa amable, y una fotografía donde aparecía radiante envuelta en los volantes de su bata de cola, y que pasó a formar parte de los recuerdos que guardaba aquel cajón del despacho, junto al libro, el sello, que aparece en la primera página, y el escudo corporativo que su dueño llevaba en la solapa.
     El libro de consulta, útil y necesario, fue además un superviviente. Una colilla mal apagada originó un incendio que llegó hasta la mesa del despacho, devorándolo todo. Todo, menos el libro y la foto de Marifé. Las llamas no pudieron acabar con aquel nexo entrañable de afectos. Solo quedaron algunas marcas negruzcas, y un rancio olor a humo que el tiempo no pudo borrar. Marifé seguía intacta con su bata de cola y su sonrisa, suspirando amores trágicos en la torre de arena de una copla inmortal. 
No sé qué fue de aquella fotografía, pero el libro que vivió con ella una historia de humo y fuego sigue aquí, a mi guarda y custodia, ocupando un sitio de privilegio en un cajón del corazón. Desde dondequiera que estén, el autor y su hermano verán que está en buenas manos, a salvo del fuego y del olvido.
     La historia de este libro, escrita en el tiempo con tinta indeleble, la he recordado hoy, en una mañana lluviosa llena de noticias tristes que la fuerza del agua ha convertido en tragedias. La lucha contra los elementos suele ser una batalla perdida. 
     Como lamentos del alma mía son mis suspiros, válgame Dios.