Insólito verano
Mientras caminábamos guardando la distancia y con mascarillas, me decía un amigo que lo que más le afecta de este tiempo de pandemia es la ausencia de esos animados actos de cultura a los que estamos acostumbrados, especialmente en verano. Recitales de poesía, presentaciones de libros, certámenes literarios, conciertos al aire libre, guitarras internacionales sonando entre vencejos en el Palacio de Beniel... Él es poeta, y su alma sensible añora el calor humano, estar entre amigos, compartir sentimientos, rimar emociones. Comparto el sentir de mi amigo. Entre los daños colaterales de este virus terrible que ha impuesto su ley en todo el mundo, está el frío que deja en las relaciones humanas. No podemos reunirnos como antes, compartir espetos o helados, ni tocarnos, ni abrazarnos, ni reírnos a carcajadas sin miedo al contagio. No podemos oír jazz, ni zarzuela, ni ópera en el cine, ni versos al aire libre sintiendo la cercanía, el calor de un hombro amigo. Nos separan dos metros de obligado cumplimiento, un muro invisible de prevención que nos aleja de los afectos, y una mascarilla protectora que nos presta su seguridad, pero nos borra la sonrisa.
Qué tiempo más extraño nos ha tocado vivir. De repente llegó la pandemia y nuestra vida se tambaleó. Nos robó la primavera y nos dejó expectantes en el paréntesis de un verano insólito. Vamos a la playa con mascarilla a una cuadrícula dibujada en la arena, rodeada de espacios libres, donde ondean al viento cuatro banderitas azules, verdes o amarillas que señalan las lindes coronando esta especie de castillo de arena íntimo donde pasamos el tiempo abandonados al calor del sol oyendo el relajante vaivén del mar y la risa cantarina de unos niños que juegan felices entre sus abuelos, ajenos a todo, sin miedo a nada. Pienso en la vida, en el futuro incierto y en este insólito verano que pasamos, al menos, con cierta paz, soñando que un día la pesadilla termine y volvamos a nuestra vida de siempre. Es curioso observar la actitud de la gente, que, en términos generales, cumple las normas. Van llegando a la playa con sus sillas, sus sombrillas y sus mascarillas, respetando las distancias de las cuadrículas, atentos a que otros lo hagan también. Los hay, cómo no, que, ante la falta de espacios libres, se colocan donde les apetece, y pinchan, eso sí, las banderitas que ‘legalizan’ su castillo ilegal. Y te miran desafiantes, por si se te ocurre cuestionar su heroico gesto de conquistador ocasional, como diciendo: “Esta tierra es mía”. Son los incívicos de siempre, los vemos en la playa, en las cafeterías, en el paseo..., y hasta los vemos dudar de que esta pandemia sea real. Después del tiempo convulso que hemos vivido y lo preocupante de unos rebrotes que siguen creciendo, todavía tenemos que ver y oír manifestaciones de ‘negacionistas’ invitando a desobedecer las normas que nos protegen del contagio. “Libertad y salud. No al bozal”, dice alguna pancarta. Qué surrealista es todo, qué cúmulo de despropósitos. La gente se muere por miles y ellos gritan y se abrazan sin ‘bozal’ compartiendo fluidos y euforia, diciendo que todo es mentira.
La enfermedad, el dolor, el miedo, algunas circunstancias límite, como la que estamos padeciendo ahora, potencian la solidaridad, la creatividad, la empatía..., y potencian también, a veces, en grado superlativo, la estupidez humana. Después de ver cómo sigue muriendo la gente en todo el mundo; después de ver colapsados los hospitales y a los sanitarios desbordados, exhaustos, muriendo también por salvar vidas, no tenemos derecho a llamar a la desobediencia jugando con la salud de todos. Si alguien no quiere ponerse el ‘bozal’, que no se lo ponga, pero que sea coherente y asuma el riesgo, y si se infecta de ese virus “que no existe”, que no vaya al hospital a ocupar la cama de otro.
Recordando la charla con mi amigo poeta, pensaba escribir hoy sobre un tema mucho más amable, pero los derroteros de la pandemia y los cantos de sirena han alterado mi ánimo, enfriando las musas que bailan a mi alrededor.