La mala educación
Artículo de Margarita García-Galán
Hace ya muchos años, en un viaje familiar a Suiza, paseábamos con los niños por el centro de Zurich. Recuerdo las elegantes casas, las vistosas tiendas y el tranvía que iba y venía lleno de gente abrigada atravesando las calles de la ciudad.
Hacía frío, mucho frío. Recuerdo el ambiente de aquel atardecer animado de risas infantiles, y el relajado deambular de la gente a nuestro alrededor. Recuerdo que no había ni un solo papel en el suelo, todo estaba limpio, sorprendentemente limpio. Y recuerdo, especialmente, la actitud educada de las personas, que hablaban en voz baja y hasta se callaban cuando se cruzaban con nosotros para no interferir en nuestra conversación. Pensaba en ello hace unos días, en el paseo marítimo de Torre del Mar, cuando me disponía a oír un concierto de jazz en ese veraniego escenario al aire libre que ofrece cada día de julio y agosto variados espectáculos que entretienen a vecinos y veraneantes. Las sillas blancas se iban llenando de gentes distintas mientras los músicos ensayaban las voces y afinaban sus guitarras. Junto al mar, con brisa reparadora, con cielo de gaviotas y buen ambiente, se encendían las luces del escenario y empezaba el concierto, y yo sentía el privilegio de estar sentada allí oyendo una música que me encanta. Y entonces empezó el espectáculo. El otro espectáculo. Tres o cuatro filas más atrás, un grupo de señoras locuaces empiezan una entretenida charla de cocina, ajenas al jazz y a todo lo que no sea su maravillosa receta de solomillo al vino tinto, que nos trasmiten, con sus patatitas y todo, en su tono de voz habitual, en riguroso directo y sin el más mínimo respeto al silencio de los que pretendían oír música, que para eso estaban allí. Se supone.
“Sweet home Alabama…” La voz de la cantante se elevaba entre virtuosos punteos de guitarra y el furtivo ‘coro de grillos’ que seguía en su empeño de poner a punto la salsa del solomillo. “Where the skies are so blue…”. Imposible abstraerse al molesto rum rum que no cesaba ni cuando alguien, amablemente, les invitaba a callar. “Si no les interesa la música, por favor, váyanse a otro lado a charlar”. Las señoras no se sienten aludidas: ni se callan ni se van. Siguen a su aire en el taller de cocina, tan fresquitas ellas, con su entretenida charla y su mala educación. No estoy en Suiza, pienso. Y sigo oyendo ‘Tu frialdad’ entre el calor de otra gente que me rodea, amante de la música y de la buena educación. Después, tarareando tan hermosa canción nos vamos a tomar un helado. Están llenas las mesas de la heladería, y decidimos sentarnos a saborear la vainilla de Madagascar en ese largo banco de granito que rodea el jardín que hermosea el paseo. Familias enteras se sientan allí, al fresquito, con sus tarrinas de helado. Y vuelvo a pensar en Suiza: algunos jóvenes, y otros no tan jóvenes, se levantan y siguen su paseo, pero se ‘olvidan’ en el banco las tarrinas, las cucharillas y las servilletas, ante la mirada atónita de una de las muchas papeleras que están justamente enfrente. No puedo entenderlo: la diferencia entre ser o no bien educado está solo a unos pasos.
Cada mañana veo limpiar las calles, la playa, los jardines, que la mala educación deja sembrados de cáscaras de pipas, colillas, plásticos, papeles…, y me pregunto si esas personas insolidarias harían lo mismo en sus casas. Pero, claro, la calle es otra cosa: solo es la casa de todos. La mala educación abunda, la falta de respeto está de moda. La buena educación, “eso que queda después de olvidar lo que aprendimos en la escuela”, hay que trabajarla desde pequeños. Un niño al que se le ha enseñado día a día que las papeleras están para usarlas; que hay que apagar el móvil y guardar silencio en un teatro o en un concierto al aire libre, difícilmente tirará un papel al suelo o hablará de recetas de cocina cuando los demás oyen música.
Volveremos al paseo a oír jazz. Espero que no nos deleiten con toques de porra antequerana mientras suena ‘La vie en rose’ con toques de swing.