La medida del tiempo
Columna de Margarita García-Galán
A Rafa Moral
Abandonada a la placidez del sofá en esa hora bruja de la siesta, tan veraniega, tan apetecible, tan nuestra, entre esmaltes de uñas, libros que releo, y una planta de citronela que espanta a un impertinente mosquito, miro a mi alrededor y, un poco más dormida que despierta, pienso en escribir esta columna, sin saber aún el tema a tratar. Y entonces, como por arte de magia, suena el teléfono; la voz de un amigo amable, fiel lector de este periódico, me saluda y me sugiere algo sobre la vejez. Despejo la mesa, preparo mis papeles y, junto a la maceta que mantiene a raya al mosquito que me roba la paz, me siento a escribir sobre algo en lo que no creo. “Yo no creo en la edad. Todos los viejos llevan en los ojos un niño, y los niños, a veces, nos observan como ancianos profundos” -decía Neruda.
Hubo un tiempo en el que el paso del tiempo me importaba nada. Estaba tan lejos todo..., y yo tenía prisa. Quería crecer, quería ser mayor, quería lucir vestidos como los de mi hermana, que marcaban perfil y enseñaban espalda. Quería que se fijaran en mí esos chicos guapos que la rondaban bajo el romántico balcón de madera de nuestra casa de pueblo. Quería saber, leer libros de mayores y aprenderme los versos de amor que me hacían suspirar. Quería comerme el mundo y que mis hermanos dejaran de llamarme niña. Y el tiempo pasó sin medida. “La medida del tiempo, que tal vez es otra cosa, es un manto mineral, un ave planetaria, una flor, otra cosa tal vez, pero no una medida”.
Sin medir el tiempo me puse vestidos sin lacitos gazmoños, me rondaron los chicos en otros balcones que no eran de madera y leí esos libros prohibidos que abrieron mis sentidos al vértigo de lo imposible... Se fueron cayendo los velos de mi inocencia y las hojas del calendario, y un día cualquiera, sin medir el tiempo, me miré al espejo y me vi una arruga; luego vendrían más y más. Fui haciéndome mayor entre amores inmensos, entre amigos leales, amamantando niños, alimentando afectos, adorando la música de la belleza y la belleza de la música. Envejecí mientras vivía. El tiempo seguía pasando sin importarme demasiado, pero empecé a fijarme en esos ancianos solitarios que caminan despacio con la mirada perdida o se sientan en un banco a charlar de sus achaques, de las pastillas que toman o de la soledad. ¿Qué sentiré cuando sea uno de ellos? -me preguntaba-. La respuesta ha llegado a su tiempo, cuando el espejo me enseña sin disimulo “la delicada orografía de distendida piel”.
Pero las arrugas ya no me importan tanto. Todas y cada una de ellas me las he ganado a pulso: al sol y al aire de una vida plena. Riendo, llorando, creyendo, dudando..., bebiéndome la música de las campanadas del tiempo como si fuera un aria de Verdi. A esta edad importante donde ya se envejece “sin resentimiento”, no me causa desasosiego el espejo: son las arrugas del alma las que envejecen. Afortunadamente, aún me sorprenden los colores de un atardecer o esa luna de fresa tan bella que he visto colgada en el cielo de junio. Aún me sigue interesando todo. Lo que me alegra, lo que me entristece, lo que tiene remedio y lo irremediable. Lo que me cuenta la anciana que me saluda cada tarde en el paseo con su charla sencilla, tan repetida, tan intrascendente... Tan cálida. Y aunque sigo sin medir el tiempo, sé que pasa sin remedio. Pero ya no tengo prisa. Saboreo despacio las cosas, las emociones, lo cotidiano. Quizá mi corazón ya marca el ritmo con un latido lento, midiendo el tiempo que yo no quiero medir.
El mosquito impertinente sobrevuela mi reflexión sobre la vejez; el perfume de la citronela mantiene con él un duelo etéreo y silencioso que me distrae. Me doy cuenta de que he pasado el tiempo pensando en el tiempo, escribiendo sobre algo en lo que no creo. Un manto mineral, un ave planetaria, una flor... Yo tampoco creo en la edad. Será que soy uno de ellos.
Será que llevo un niño en los ojos.