La última parada
“El tren se paró en la estación de Murcia cuando ya había anochecido, el andén estaba casi desierto y se me antojó triste. Apreté con fuerza mi muñeco y llena de incertidumbre seguí a mi familia hacia la nueva vida. En mis oídos todavía el rugido de un mar encrespado que dejaba atrás”. Lo escribí en un abril de azahares cuando la memoria me paseaba por paisajes distintos a los que siempre me llevaba un tren. Siempre me han gustado los trenes, ellos me acercaban o me alejaban de esos lugares que amé, donde me fui dejando trocitos de vida que nunca he olvidado.
Un tren me alejó de una sierra majestuosa para llevarme a un mar donde dos vientos pugnaban por ser protagonistas. El poniente y el levante, omnipresentes, airearon mis juegos en un tiempo infantil que yo veía pasar mirando ensimismada el mar desde una terraza blanca. Otro tren me alejó de ese mar que me encantó conocer y que fue para mí un auténtico regalo. Con la tristeza de perder su azul y esas olas bailarinas que los vientos agitaban con fuerza, el vaivén del tren me llevaba a otro tiempo de adolescencia, a un mar de naranjos que alegraron mis ojos y abrieron mis sentidos a la primavera. Llena de aromas de azahares, rodeada de afectos y henchida de emociones nuevas, dejar aquel paisaje huertano me causó una tristeza.
“El tren me llevaba otra vez a pintar de azul mis horizontes, el mar encrespado que me empujó a los naranjos me compensaba ahora con otro mar apacible que suavizaría con su brisa el tiempo que empezaba allí. Andalucía otra vez”.
Dejándome llevar por ese tren del destino, meciendo mis dudas con su vaivén, pensaba cómo sería el pueblo al que me llevaba esta vez. Sabía que tenía almendros y cañas de azúcar, y un mar sereno que pronto sería mi refugio, mi confidente y mi paz. Y también tenía un tren. Un tren del que el historiador veleño y entrañable amigo Paco Montoro, lo ha escrito todo. Su libro El tren de Vélez cuenta su historia, la memoria hermosa de un tiempo veleño donde un tren entrañable iba y venía a Málaga como un gusanito verde por la orillita del mar. A mí me gustaba ese tren. Me recuerdo en su estación, de la mano de mi novio, esperando que llegara el trenecito que nos llevaba al fin del mundo, que era para nosotros cualquier lugar más allá de Vélez. Una vez, a la vuelta, entretenidos en nuestra nebulosa de amor, llegábamos tarde y corríamos hacía él, que ya empezaba a andar; el maquinista nos vio y aminoró la marcha para que pudiéramos subir con nuestro embeleso a cuestas... Inolvidable.
Pero ese tren entrañable tan enraizado al paisaje, se paró para siempre un día de abril de 1968. Es día, entre los pasajeros había un joven veleño al que le encantaba el tren. Me contaba hace poco que fue un privilegiado por ser testigo de ese último viaje. “Cuando llegamos a Vélez, el maquinista rompió a llorar con una frase que tengo grabada en mi alma: Fin del trayecto de tu existencia”. No se puede expresar mejor una emoción. En una sola frase, aquel hombre lloraba una pena, el adiós dolorido a su tren. El joven, amante de la música y pintor genial, aparece en una fotografía del libro de Montoro sentado en el tren junto a sus compañeros ‘Murciélagos’, promocionando su música. Seguro que grabó a plumilla en su corazón de artista el desgarro del maquinista, y su propia pena de persona sensible viviendo un momento único. Como en la de muchos veleños; como en la mía, ese tren sigue vivo en su memoria recorriendo incansable las estaciones del tiempo. Lo veo ahora, cruzando melancólicos paisajes de ayer, en un hermoso vídeo donde su característico sonido se mezcla con la nostálgica música de Zimmer que tan acertadamente envuelve el recuerdo.
Como tantas otras cosas con encanto que desaparecieron, aquel viejo tren, tan evocado, tan añorado, nunca debió llegar a su última parada.