A la luz de las velas
Ha pasado del anonimato a la fama por ser la protagonista involuntaria de una historia triste, una de tantas que, lamentablemente, abundan aún a nuestro alrededor. Se llamaba Rosa, y parece que vivía sola en unas precarias condiciones que la empujaron a dejar de pagar el recibo de la luz.
Cuando más falta le hacía, cuando el invierno oscurece el ambiente y extiende su manto helado por las calles y las plazas, congelando las casas de algunos, y parece que también las conciencias de otros. Una anciana muere sola porque encendió una vela para alumbrar una oscuridad impuesta. A la luz de las velas calentaba sus manos y su soledad; a la luz de las velas, en una penumbra fría se durmió para siempre. Y entonces llegó el bombardeo de culpas, el fuego cruzado de las responsabilidades: “Yo no he sido, fue fulano de tal o mengano de cual...”. El caso es que, entre unos y otros, la casa..., sin luz. Y en la penumbra vaga de una soledad fría, a la luz de las velas, se apagó su vida.
Pienso en ella mientra escribo este artículo en una habitación soleada, sentada en una mesa de camilla, al calor de un brasero eléctrico que me calienta los pies cuando el sol se enfría. La mesa y su brasero tienen mucha historia; bajo las faldillas se esconden entrañables recuerdos de familia, de esos que nos calientan el alma. Recuerdo a mi madre. Con la misma edad de Rosa, ella leía periódicos y revistas al calor de ese brasero. Entre la lectura y la televisión pasaba su tiempo, distrayendo, a su manera, una pena de ausencia. Tenía su casa, su independencia y su lucidez. Y aunque vivía ese tiempo difícil donde los años pesan, y las ausencias más, podía calentar su casa; las velas solo las utilizaba para alumbrar a una virgen de su devoción a la que pedía “por la paz del mundo”. Aún me parece verla dormitando en paz en su sillón, con las gafas caídas y el periódico abierto, y las luces encendidas porque no le gustaba la oscuridad. Envejecía sin sobresaltos viviendo a su aire. Sola sin estar sola; sola sin sentirse sola.
La vida no es igual para todos. Nadie debería envejecer sin tener cubiertas sus necesidades básicas; nadie debería morir por no poder pagar un recibo de luz. Bastante triste deber ser ya echar de menos a los que irremediablemente se van marchando; sentir cómo se se va acabando el tiempo, cómo se van perdiendo los afectos y cómo se van mermando las facultades. Cómo se va encogiendo, poco a poco, el corazón. Qué menos que uno pueda vivir con dignidad, con luz y calor. Me parece escandaloso que unos tengan tanto y otros no tengan nada. A la vez que la imagen de Rosa llenaba la pantalla del televisor, siendo tristemente noticia, el inquietante ciudadano que dirigirá próxima- mente los destinos del país más poderoso del mundo subía a su casa en un ascensor forrado de oro.
Entre el lujo y la pobreza vuelve a nuestro alrededor la parafernalia de la Navidad: calles iluminadas, escaparates de lujo, ambientes cálidos; miles de bombillas alumbrando un tiempo que nos invita a la fiesta. El ceremonial de cada año, que nos empuja a consumir y a regalar. Y a ser felices porque sí. Un tiempo de luces que nos alegra los ojos y nos despierta la nostalgia. Mi madre se fue en paz porque acabó su tiempo. Se fue sin sobresaltos, con luz y con calor. Rosa se fue sin querer, inmersa en el desasosiego y víctima de una situación límite. ¿De quién fue la culpa? ¿De la vela que prendió la cortina o el sofá? Buscar culpables ahora tranquilizará algunas conciencias, pero no le devolverá la vida. Me sobrecoge la indiferencia pasmosa de la sociedad en la que vivimos; nos hemos acostumbrado a ver imágenes terribles, de circunstancias reales, como si fueran secuencias de una película de horror que no va con nosotros. De alguna manera, todos ayudamos a encender la llama que apagó la vida de Rosa.
A la luz de las velas, una cena romántica, un instante de amor o una noche sin luna... Nunca una anciana con frío, sola y sin luz. Que se nos lleve la vida la enfermedad, la vejez o el hastío, pero nunca el desamparo.