María en la plaza

Sonaban las campanas del con­vento cuando me acer­caba a ella; la Plaza de las Carmelitas estaba ani­ma­da, la gente disfrutaba de la placidez de la tarde char­lando tranquilamente en las mesas de las ca­fe­terías, en los bancos de madera o deambulando entre los magnolios, testigos mudos del ir y venir de la vida veleña.

Siempre me ha gustado esa plaza, que sabe tanto de mi tiempo: ella y yo hemos ido cambiando, como el paisaje, como la gente, como todo; el tiempo ha pasado por nosotros inexorablemente, pero ella sigue siendo el corazón del pueblo y a mí me sigue gustando pasearla. Y es allí, donde late con fuerza el sentir de la gente que va y viene con su vida a cuestas, donde ahora está María Zambrano, la insigne pensadora veleña que acaba de llegar a la plaza del que fuera su pueblo añorado.

Vestida de bronce, elegante con  su traje de chaqueta y su alfiler en la solapa, con sus manos cruzadas sujetando un bolsito y su inseparable gato ronroneando a sus pies, María piensa. Ella, que siempre está pensando, ha llegado a su pueblo atravesando la sutil frontera que separa la vida y la muerte, para quedarse, como un vecino más, en ese lugar querido que tanto añoró en la distancia. Suenan las campanas mientras la miro de cerca. Su rostro sereno tiene el semblante sencillo y humilde que tienen los grandes, su falda se levanta levemente por la brisa de eternidad que viene con ella, y el gato,  que me mira curioso, se acaricia el lomo complacido, sabiendo que él también es parte del paisaje; a sus siete vidas junto a María, se une ahora otra de bronce, que será la más longeva de todas. Su instinto felino adivina el sentir de su dueña: “Vélez-Málaga, pueblo mío, tú has sido el amor a través de tantas fronteras, de tanto episodio, de tanto penar...”. Y ese amor, declarado sin complejos a lo largo de su vida por el ancho mundo, queda patente junto a ella en una placa en el suelo de la plaza que la recibe con los brazos abiertos y se engrandece con su presencia. La pensadora ha vuelto a casa a formar parte de un lugar con alma, tan frecuentado y querido por veleños que ya son eternos también: Joaquín Lobato, Francisco Hernández... Y en la fila cero del infinito, Antonio Jiménez estará imaginando la crónica de este acontecer de su pueblo encantado con la presencia amable de tan ilustre pai­sana. María en la plaza, sus recuerdos, sus vi­ven­cias, el patio y el limonero que la vieron crecer... Su vuelta a Ítaca se palpa en el bronce de esa figura universal que pisa sin pedestal el suelo de sus raíces. 

Me pregunto qué habrá sentido Francisco Martín, escultor sensible, que un día humanizara a un fiero león dejando a un lado su rango de rey de la selva, para convertirlo en un pacífico burrito donde cabalgan alegres niños y mayores. Qué habrá sentido el artista esculpiendo el rostro pensante de María, la mirada profunda de esos ojos eternos que lloraron siempre una pena de ausencia. Quizá, mientras cincelaba con mimo su sonrisa,  paseara con ella por lejanos claros del bosque hablando de  la razón poética, o de la  luz azulísima de la Axarquía. Quizá ella le susurraba desde el bronce frío que resaltara el brillo de sus ojos cansados,  para que fueran capaces de transmitir el amor que sintió siempre por Vélez-Málaga. Y el autor, con sus hábiles manos acostumbradas a esculpir emociones, puso lo mejor de sí para complacer a la poeta entrañable que decía que la poesía era su amor imposible.

Mirando sus ojos serenos, su tímida sonrisa, sus manos cruzadas y ese gato feliz que ronronea filosofando a sus pies, he sentido el pellizco que siento cuando algo me conmueve: una música, un verso, un mar en calma, un atardecer.... He sentido la belleza. “Y la mente de quien la contempla tiende a asimilarse a ella, y el corazón a bebérsela en un solo respiro...”. En su pedestal humano, María sigue atenta a la vida que fluye a su alrededor: juegan los niños, suenan las campanas, revolotean los vencejos, perfuman los magnolios y dormita un anciano en un banco apoyado en su bastón. María sonríe y piensa...

Después de tanto penar, su corazón de bronce late en la plaza con un latido nuevo.