Mi musa más fiel

Columna de Margarita García-Galán

Preparo mis folios y mi pluma azul, y me siento en el lugar de siempre a escribir este artículo. La misma vista por la ventana, las mismas fotos a mi alrededor, las mismas macetas llenando de verde la habitación soleada... Todo parece lo mismo, pero nada es igual: me falta mi musa, mi precioso gato Nico, que se sentaba a mi lado cuando me veía escribir. Se subía de un salto a la mesa, paseaba sus bigotes y su elegante figura por entre los folios blancos y restregaba su lomo en mi brazo hasta que acababa sentándose encima, como si quisiera inspirar y apoyar lo que yo escribía. Muchos de mis artículos fueron escritos sintiendo en mi brazo el suave peso de su cuerpecillo rubio y oyendo la relajante musiquilla de su ronroneo. Mi gato era mi musa. Mi musa más fiel. Hoy escribo por primera vez sin su presencia, sintiendo aún su sigilosa sombra a mi alrededor y el enorme vacío que ha dejado en mi casa. Desconcertada y desanimada, hoy escribo sobre él. 

Sin él. 

Hace casi dieciocho años que lo rescaté de la calle donde mal­vivía debajo de los coches; su maullido llegaba a mi habitación, y decidí buscarlo y traer­lo a casa. Recuerdo que ba­jé a la calle con mi pastor belga siguiendo su rastro, el maullido de aquel gatito hambriento que asomaba su hociquillo por entre las ruedas de los coches y volvía a esconderse, adivinando que detrás de aquel hocico negro que husmeaba en el asfal­to estaba ‘el enemigo’. Volví de nuevo a bus­carlo, esta vez sin el perro, y entonces se dejó coger. Tenía unas orejas grandes, unos ojillos vivarachos que imploraban cariño, un cuerpecillo rubio, delgado y sucio, y siete pulgas que campaban a sus anchas por la piel del indefenso gatito. Me lo llevé a casa, lo lavé con agua templada, lo sequé muy bien y acabé con las molestas pulgas. Aseado, calentito al sol, estrenando nombre y estómago lleno, el gato se durmió plácidamente en un cojín, intuyendo que acababa de encontrar un sitio en la casa de una familia que lo iba a querer mucho. Una casa distraída, donde reinaba la oronda presencia de una gata blanca con nombre japonés, y la elegancia negra de un pastor belga con ojos de caramelo. Los dos recibieron con curiosidad al nuevo inquilino; la gata miró al gatito con cierta indiferencia y siguió durmiendo en su cojín; el perro le acercó su hocico en son de paz, y aquel presunto ‘enemigo’ acabó dándole un lametón de bienvenida. Así fue como Nico entró a formar parte de nuestra familia. Entre maullidos blancos y ladridos negros, que aumentaron poco después con el entrañable perrillo blanco al que también salvamos la vida. Perros y gatos que nos dieron trabajo, distracción y mucho, mucho cariño.

Con nosotros crecieron, vivieron felices y envejecieron. Y se fueron marchando.  Ahora, hace solo unos días, el último, el más longevo, el gato manso y cariñoso que era mi musa y mi sombra. Casi dieciocho años acariciando su sedoso y brillante pelo rubio, oyendo su maullido alegre, sintiendo su paz enroscada al sol de la ventana. Con él pasé muchas tardes de música; con él en el regazo leí muchos libros, y compartí sofá sintiendo su calor, su pausada respiración y el cosquilleo de sus bigotes en mi mano... Ahora, que ya no está, no hay arena ni bolas de pienso en el suelo, no hay pelos rubios en las sillas ni en el sofá, no hay maullidos alegres respondiendo a mi pregunta: “¿Qué le pasa a mi gato?” Todo está en orden, pero es un orden desdibujado, silencioso y frío. Un orden triste.
Hasta siempre, mi adorado gato. Como a Yoko, Robin y Cuqui, no te olvidaremos nunca. Tu marcha me deja desconcertada y huérfana de inspiración; me faltan palabras y adjetivos precisos para escribir lo que siento sin ti. Me falta mi musa. Me falta el calor de tu cuerpecillo de tigre cariñoso en mi brazo y el sosiego de tu acompasado ronroneo. Me dejas tu hueco en el cojín y la firma indeleble de tus uñas en el sofá. 

Y un poco más sola. 

Y un poco más triste.

 El adagietto de Mahler nunca será igual sin ti.