Navidades grises
Cambio la hoja de mi calendario para recibir, con más pena que gloria, al mes que cierra el año, un año diferente a todos, que pasará a la historia por ser el de la pandemia horrible que nos puso la vida patas arriba. Diciembre me sabe a frío, a reuniones familiares, a mantecados de pueblo, a chimeneas caldeando cocinas sencillas, a villancicos eternos, a nacimientos infantiles con ríos de papel y musgo fresco. Diciembre me sabe a cumbres nevadas, a vientos gélidos, a calor de hogar; a Navidades blancas, a recuerdos queridos, a momentos que no volverán... Diciembre me sabe a ausencia.
Oigo hablar en diferentes foros de esta Navidad atípica que nos espera y que se intenta “salvar” como sea, y no puedo menos que sorprenderme de que se quiera dar normalidad a lo que a todas luces no es normal. Parece que la gente no se da cuenta de que nada es igual ahora; que hay un virus por ahí que no entiende de protocolos, de alumbrados navideños, de zambombas y panderetas, de animadas cenas familiares, de misas del gallo, de uvas de la suerte, de cabalgatas de Reyes... El enemigo invisible, el virus que mata, no entiende de fiestas y tradiciones, por entrañables que sean. No tenemos que salvar nada; la Navidad seguirá estando ahí para el que quiera sentirla. Ahora toca salvar vidas, nada más y nada menos. No podemos dejar que la euforia nos nuble la prudencia. No pasa nada si tenemos que quedarnos en casa sin villancicos cantados al calor de comidas copiosas, sin distancia, sin mascarilla, con besos y abrazos y el coronavirus acechando, sentado furtivamente a la mesa como un convidado de piedra. Sin hablar, sin hacerse notar, el invitado invisible nos puede arruinar la cena y la vida. No pasa nada si tenemos que renunciar al ceremonial, el espíritu de la Navidad debería ser mucho más que esos típicos tópicos que tendríamos que aplazar en pro de la salud de todos. Ahora toca pensar en los que se fueron y proteger a los que están, para que sigan estando.
Empieza diciembre con un día de sol iluminando las calles de Málaga. Paseo por ellas bajo ese bosque encantado que adorna la calle Larios; sus flores brillan con la luz de un sol que apenas calienta el desasosiego que enfría el ambiente. Nada es igual, nada. Entre el miedo y la incertidumbre, la vida pasa con mascarilla recordándonos que el peligro sigue mientras no llegue la vacuna, esa luz al final del túnel que ya se adivina. Nunca pensé que una vacuna sería el mejor regalo de Reyes. Oigo hablar de ello mientras camino entre la gente, la pandemia es el tema estrella desde hace ya muchos meses. Hablan de los irresponsables, de los botellones, de las fiestas furtivas, de las despedidas multitudinarias al ‘pibe’ al que un gol con la mano elevó a los altares. Yo también me asombro de tan hiperbólica, irresponsable e inoportuna despedida al futbolista que, aunque fuera un genio con el balón, no era precisamente un ejemplo a seguir. Y pienso en las austeras despedidas a otros héroes anónimos que se dejaron la piel, y la vida, por salvar otras vidas. Ellos sí son un referente. Ellos, que no eran dioses, hacían milagros.
En la esquina de siempre está la señora que pide limosna sentada en el suelo; ya no canta villancicos con su voz cascada, sus peces se cansaron de beber y beber en el río revuelto de su soledad. Viendo su desamparo pienso en mi suerte, en el privilegio de tener salud y una vida plena. Qué importa si no podemos celebrar la Navidad como quisiéramos. Bajo la alargada sombra de la pandemia se mueven las flores del bosque encantado de la calle Larios. Sin espectáculos multitudinarios de músicas solemnes, sus colores bailan al compás de la brisa.
Diciembre insólito. Navidades grises... ¿Y qué más da? Aún puedo saborear lo auténtico, contemplar el brillo intacto de mis afectos, valorar lo que tengo. Poder seguir pasando las hojas del calendario... A estas alturas de la vida, eso es tocar el cielo.