Pobre de mí
Columna de Margarita García-Galán
Seguramente la chica habría cantado alguna vez aquello de “Uno de enero, dos de febrero, tres de marzo, cuatro de abril...”. Y el gran día llegó: siete de julio, San Fermín. Empezaba la fiesta que inmortalizara Hemingway, aquel escritor “mujeriego, alcohólico y amante de la juerga” que se aficionó a correr delante de los toros entre esa marea de gente vestida de blanco, con el típico pañuelito rojo en el cuello, cantando y bebiendo alrededor de unos toros que recorren las calles hasta su encierro en la plaza, final de trayecto, y de vida, para ellos. Ella estaba sola y pasada de alcohol, según dicen, cuando una ‘manada’ de jóvenes con taurinas camisetas la encontraron en un parque. Así empezó la aventura que se convertiría después en la pesadilla que hemos conocido, con todo lujo de detalles, por la prensa y la televisión. Cinco chicos, apodados ‘La manada’, habían sido denunciados por una joven a la que presuntamente habían vejado y violado entre todos en un portal, con el agravante añadido de grabar con el móvil la ‘heroicidad’, que luego iban difundiendo a su grupo de amigos. Una machada repugnante que, según se ha sabido después, fue preparada con premeditación y alevosía por estos cinco toritos bravos, negros zaínos de alma y mucho menos nobles que los astados que lucían orgullosamente en sus camisetas.
Acostumbrados a preparar tropelías en grupo, cantarían eufóricos “A Pamplona hemos de ir...”, pensando en colgarse una medallita más en su ya truculento currículum de ocio compartido.
Ellos alegan en su defensa que lo suyo con la chica fue “sexo consentido”. “Es habitual que una chica quiera tener sexo con dos o más a la vez, aunque sea la primera vez que se ven”, -dijo al juez uno de ellos. Siempre juntos, estos galantes mosqueteros acompañaron a la dama a un oscuro portal, y blandiendo sus nobles aceros gritarían a coro su lema: ¡Una para todos y todos para una! Y la dama, vulnerable, mermada su capacidad de pensar, fue una presa fácil, sumisa, y estuvo a su merced, pasando de uno a otro hasta que, descargado el ansia de sexo y desenfreno, tuvieron a bien marcharse y dejarla tirada como una muñeca rota. Pero se llevaron su móvil. ¿Para que no pudiera pedir ayuda, quizás? El tema ha levantado una oleada de opiniones. “No parece, por lo que se ve, que ella fuera forzada”. “No se defendió, no gritó, no salió corriendo...”. Lo de siempre. En estos temas de abusos y maltratos, las mujeres no solo tienen que ser decentes, también tienen que parecerlo. Unos piensan que, para que fuera creíble su denuncia, tendría que tener arañazos, contusiones o, incluso, que hubiera arriesgado su vida antes que obedecer. Otros dicen que su actitud pasiva se debió al miedo ante el peligro; cinco contra una es un riesgo grande, una peligrosa batalla que la chica prefirió no perder. Del todo.
Es difícil ponerse en la piel de una mujer en condiciones extremas, escasa de facultades. Pero, sin saber aún cómo acabará esta historia, que tendrá que decidir un juez, la actitud de estos cinco ‘machos alfa’, pasándose de uno a otro a una joven sin el más mínimo escrúpulo, y grabando la gesta a modo de trofeo, es de una bajeza moral indescriptible. Y me indigna saber que sigue latente la idea de culpa: una mujer no debe ir sola a ciertas horas, ni llevar ropa insinuante que pueda despertar la lascivia de los hombres. “Los hombres son hombres”. Y punto. Las mujeres tenemos que medir la hora, el lugar, la actitud y el largo de la falda, para no despertar la bestia dormida de esos otros toros que no pasean su nobleza entre jaras y amapolas. Que son desechos de tienta y defectuosos y van en manada para sentirse fuertes, a la espera de consumar una buena faena.
Más allá de que sean, o no, condenados estos cinco figuras, maestros de lidia oscura, a la chica le queda un calvario por vivir. Además de la humillación y la rabia en aquel furtivo portal, sufrirá la condena perpetua de saberse cuestionada. Simplemente por ser mujer y no querer morir en el intento. Sobre ella planeará siempre la sombra de la duda. Y acabará diciendo, como en la canción que cierra la fiesta: ¡Pobre de mí!