Primavera en gris

Columna de Margarita García-Galán

Alterando la calma oscura del anochecer de Málaga, entre rayos y truenos la veo llegar desde mi ventana. Fiel a su cita de siempre, la primavera se me aparece entre nubarrones que se iluminan de vez en cuando con la fuerza de esos rayos potentes que dejan su impronta de luz en el horizonte. Empieza a llover. Sobre los tejados, las calles y los cristales de mis ventanas, cubiertos aún de ese polvo que vino del Sáhara para envolverlo todo con su untuoso manto de barro amarillo. Con el ambiente enrarecido por una actualidad convulsa donde una guerra atroz nos entristece y nos conmueve, ajena a lo absurdo de humanas batallas, la primavera ha venido y nadie sabe cómo ha sido, que dijera Machado.

Siempre me gustó sentir que llegaba, el anuncio de su aromática presencia en las flores, en los campos, en los trigales verdes, en el aire que perfuma con aromas nuevos la luz alargada de los atardeceres. La primavera siempre fue para mí un estímulo, una inyección de optimismo, una explosión de sensaciones diversas que despertaban con la llegada de tan poético tiempo, con el romanticismo del atrayente estallido floral que la envuelve. La hermosa policromía de su paisaje, los campos exultantes de brotes nuevos que se abren a la vida, obedientes, rendidos a la fuerza imparable de su poético influjo. Con sus cambios caprichosos, con sus soles y sus nubes y sus idus de marzo, ella florece vistiendo con su bucólico manto el paisaje de nuestro alrededor. Aunque no quieras, aunque sientas el ánimo un poco frío, distante, ajeno a este tiempo hermoso que no sentimos hoy con la misma alegría y la misma intensidad de antes, la primavera ha llegado, como siempre, puntual a su cita. Pero sentir su colorista presencia no nos hace olvidar lo gris del tormentoso tiempo que vivimos. Es una primavera fría. Brotan las flores mientras crece el  desencanto.

Cómo alegrarse ante un campo de amapolas o de al­mendros en flor que pintan rosados paisajes, si estás pensando en el sufrimiento de una guerra que está bo­rrando del mapa ciudades enteras, masacrando sin piedad a ciudadanos que no entienden nada. Para ellos la primavera no ha llegado, y quizá no llegue nunca a adornar su ca­len­da­rio. Si ya de por sí la primavera altera el ánimo ca­­­­prichosamente, hoy, que la veo llegar desapacible, envuelta en ruidosas tormentas de aquí y allá, pienso que ojalá pudiera sentirla con el desenfado de siempre.

Que, a la par que las flores, florecieran con ella los sueños y las buenas conciencias. 

Con el vaivén de su tiempo caprichoso, la primavera pasa envuelta en lluvia por mi ventana. La tormenta se va alejando, sigo mirando absorta la estela de luz y sonido que cada vez es más tenue y recuerdo a mi abuela, que rezaba a Santa Bárbara y tocaba su campanita milagrosa para espantar a los truenos. Y entonces aparece en el televisor un programa que me encanta, que trata de personas ‘Imprescindibles’ que tienen mucho que decir. Y la noche se hace verso. Los poemas de un García Montero en estado puro pasan delante de mis ojos y se abren a mi asombro como esas florecillas silvestres que alfombran y hermosean el campo. El sentir del poeta se me acerca como un bálsamo que calma el desasosiego. Veo cómo vive, cómo siente alguien a quien admiro desde que esos libros suyos me hicieron sentir que la ausencia es una forma de invierno y que algunos de mis días son completamente viernes. Acercarme a su filosofía me hace olvidar la destemplanza, el frío de esta primavera en gris que acaba de estrenarse con cielos oscuros al son de la música triste de lejanos tambores de guerra. Pienso en ello mientras la noche se va quedando en calma, y siento, una vez más, que la poesía me salva del desconsuelo. Que cada vez me importa más lo bello, lo sublime, lo que me alienta y me empuja a vivir. 

Como decía Joan Margarit, me importa lo que sucede en la noche estrellada de un verso.