Salvar la belleza. Salvar el aire

Columna de Margarita García-Galán

Hace unos meses veíamos ató­nitos las imágenes de No­tre Dame ardiendo. Su aguja cen­tral, icono de la hermosa ca­tedral gótica, caía doblada por las llamas ante la im­po­ten­cia y la tristeza de mi­­­­­­llones de ojos que alguna vez se estremecieron mi­ran­do y admirando tan em­­­blemático monumento de París.

Estuve allí hace unos años. Recuerdo que me senté en una escalinata de madera donde muchos turistas con­tem­plaban su imponente fa­chada envueltos, cómo yo, en una aureola de roman­ti­cismo y admiración. Me que­dé un buen rato mirando en silencio aquella belleza dejándome llevar por su historia y su leyenda, que me empujaron a escribir des­pués: “Notre Dame nos es­­­­peraba espléndida, con su belleza gótica y el recuerdo, siempre presente, de Víctor Hugo. Me parecía irreal estar sentada ante ella mirando sus famosas gárgolas, que pa­recían cus­todiar los puentes que se ven desde arriba. La sombra de Quasimodo apa­recía y de­sa­pa­recía buscando eter­­­­na- mente a su adorada Es­me­ralda. Me admiraba la can­tidad de gente que miraba extasiada la blanca fachada de la bellísima catedral donde todas sus campanas tienen nombre; la más grande se llama Emmanuel y solo re­pica en las grandes ocasiones. La blanca Notre Dame, real e imaginada, resplandecía”. Ese recuerdo escrito se avivó con las impactantes imá­genes de la catedral ardiendo, y sentí una pena tremenda viendo consumirse parte de una belleza que me provocó en su día, como tantos otros monumentos del mundo, ese síndrome de Stendhal que suele viajar conmigo.

Quizá el alcalde de Madrid haya sentido algo así, por­­que, ante la pregunta de unos es­co­la­res que querían saber cuál se­ría su prioridad, si ayudar económicamente a restaurar Notre Dame o a sal­var la Ama­zonia, él res­pon­dió que a No­tre Dame “por­que es de Eu­ropa...”. No, no creo que esa respuesta sea de alguien que se estremece ante la be­lleza. Ver arder el pulmón del mundo es mucho más triste, mucho más preocupante que ver arder un monumento, por im­por­tan­te y bello que sea. Los bos­ques están llenos de be­lleza viva y su desaparición pone en peligro nuestro futuro. Más de veinte mil hectáreas de bosque han ardido ya en un incendio que parece imparable. Que se elija, aunque sea hipo­té­ti­camente, salvar Notre Dame antes que la Amazonia -y con una razón tan pobre- es sencillamente des­corazona­dor. Un mal ejemplo para unos escolares que están aprendiendo la importancia de cuidar la naturaleza, los bosques, los mares, los ríos... Los escolares se quedaron de piedra con la sorprendente respuesta, que no esperaban. El alcalde no estuvo acertado, su sensibilidad brilló por su ausencia, por mucho que ahora quiera suavizar su postura.

Los que lloran con la belleza -la europea de Notre Dame o cualquier otra del mundo- lloran aún más cuando esa belleza es el equilibrio, el aire que respiramos, el pulmón verde que garantiza la vida de muchas especies. Que el mundo siga siendo habitable. Que la vida siga. La Amazonia no está en Europa, pe­ro es patrimonio del mundo. Su frondosa ar­bo­leda, tan vital, tan necesaria, es un bien de todos, que habría que proteger sin reservas.

Espero volver a emo­cio­narme algún día viendo Notre Dame restaurada, con su aguja erecta buscando el cielo, sus preciosas vidrieras, sus terroríficas gárgolas vigilando el Sena, y su gran campana Emmanuel so­nan­do de nue­vo. 

Yo también quiero que vuelva a ser lo que fue. Pero, si alguien me preguntara qué salvaría antes, su belleza gó­ti­ca o la belleza verde de la Ama­zonia, nunca contestaría lo que el alcalde. La catedral es la his­to­ria, el pasado her­mo­­­­­­­samente plasmado en un mo­numento que es un recreo para los sentidos, pero los bosques son necesarios para respirar. Los bosques son el aire.

Más de ochocientos mi­llones se recaudaron en un día para restaurar la catedral de París. Parece que no hay tanta prisa, ni interés, por apagar otros fuegos del mundo.

Salvar el aire tendría que ser la prioridad.