Salvar la belleza. Salvar el aire
Hace unos meses veíamos atónitos las imágenes de Notre Dame ardiendo. Su aguja central, icono de la hermosa catedral gótica, caía doblada por las llamas ante la impotencia y la tristeza de millones de ojos que alguna vez se estremecieron mirando y admirando tan emblemático monumento de París.
Estuve allí hace unos años. Recuerdo que me senté en una escalinata de madera donde muchos turistas contemplaban su imponente fachada envueltos, cómo yo, en una aureola de romanticismo y admiración. Me quedé un buen rato mirando en silencio aquella belleza dejándome llevar por su historia y su leyenda, que me empujaron a escribir después: “Notre Dame nos esperaba espléndida, con su belleza gótica y el recuerdo, siempre presente, de Víctor Hugo. Me parecía irreal estar sentada ante ella mirando sus famosas gárgolas, que parecían custodiar los puentes que se ven desde arriba. La sombra de Quasimodo aparecía y desaparecía buscando eterna- mente a su adorada Esmeralda. Me admiraba la cantidad de gente que miraba extasiada la blanca fachada de la bellísima catedral donde todas sus campanas tienen nombre; la más grande se llama Emmanuel y solo repica en las grandes ocasiones. La blanca Notre Dame, real e imaginada, resplandecía”. Ese recuerdo escrito se avivó con las impactantes imágenes de la catedral ardiendo, y sentí una pena tremenda viendo consumirse parte de una belleza que me provocó en su día, como tantos otros monumentos del mundo, ese síndrome de Stendhal que suele viajar conmigo.
Quizá el alcalde de Madrid haya sentido algo así, porque, ante la pregunta de unos escolares que querían saber cuál sería su prioridad, si ayudar económicamente a restaurar Notre Dame o a salvar la Amazonia, él respondió que a Notre Dame “porque es de Europa...”. No, no creo que esa respuesta sea de alguien que se estremece ante la belleza. Ver arder el pulmón del mundo es mucho más triste, mucho más preocupante que ver arder un monumento, por importante y bello que sea. Los bosques están llenos de belleza viva y su desaparición pone en peligro nuestro futuro. Más de veinte mil hectáreas de bosque han ardido ya en un incendio que parece imparable. Que se elija, aunque sea hipotéticamente, salvar Notre Dame antes que la Amazonia -y con una razón tan pobre- es sencillamente descorazonador. Un mal ejemplo para unos escolares que están aprendiendo la importancia de cuidar la naturaleza, los bosques, los mares, los ríos... Los escolares se quedaron de piedra con la sorprendente respuesta, que no esperaban. El alcalde no estuvo acertado, su sensibilidad brilló por su ausencia, por mucho que ahora quiera suavizar su postura.
Los que lloran con la belleza -la europea de Notre Dame o cualquier otra del mundo- lloran aún más cuando esa belleza es el equilibrio, el aire que respiramos, el pulmón verde que garantiza la vida de muchas especies. Que el mundo siga siendo habitable. Que la vida siga. La Amazonia no está en Europa, pero es patrimonio del mundo. Su frondosa arboleda, tan vital, tan necesaria, es un bien de todos, que habría que proteger sin reservas.
Espero volver a emocionarme algún día viendo Notre Dame restaurada, con su aguja erecta buscando el cielo, sus preciosas vidrieras, sus terroríficas gárgolas vigilando el Sena, y su gran campana Emmanuel sonando de nuevo.
Yo también quiero que vuelva a ser lo que fue. Pero, si alguien me preguntara qué salvaría antes, su belleza gótica o la belleza verde de la Amazonia, nunca contestaría lo que el alcalde. La catedral es la historia, el pasado hermosamente plasmado en un monumento que es un recreo para los sentidos, pero los bosques son necesarios para respirar. Los bosques son el aire.
Más de ochocientos millones se recaudaron en un día para restaurar la catedral de París. Parece que no hay tanta prisa, ni interés, por apagar otros fuegos del mundo.
Salvar el aire tendría que ser la prioridad.