Hasta siempre, Berni

Columna de Margarita García-Galán

A Bernardo Gálvez
In memoriam

                
Nos conocimos hace más de cincuenta años, en un mes de junio veleño donde todo era nuevo para mí. El verano perfumaba las calles con aromas de jazmines, y los oscuros vencejos, fieles a su cita de atardecer, alegraban el cielo con la música de su piar constante. Y fue en uno de esos embriagantes atardeceres henchidos de rabiosa juventud cuando, en un animado guateque de estudiantes en vacaciones, al son de la música de los Beatles y de la mano del inseparable amigo que luego sería mi sombra, conocí a Bernardo Gálvez.

“Tenía unas pestañas largas, una sonrisa ancha y una locuacidad sin límites. Era simpático, bromista y ameno; chapurreaba el francés y se sabía de memoria la misa en latín. Tenía un apellido igual al de un noble de Macharaviaya, virrey de la Nueva España, que conquistó, él solo, Pensacola. Y tenía, sobre todo, algo que a mí se me hacía irresistible: era inseparable de aquel que me miraba tanto y me regalaba fresas y flores de su balcón. Así empezó mi empatía por este amigo tan especial; así empezó mi amistad con Berni”. Se lo escribí hace algunos años, cuando empezaba a tener esos achaques que se fueron agravando en el tiempo, mermando sus fuerzas y un poco su ánimo. Hoy vuelvo a escribir sobre él cuando ya no está, cuando se apagó su sonrisa y sus ojos se rindieron a lo inevitable. “La muerte es una vida vivida. La vida es una muerte que viene”, decía Borges. En un Viernes de Dolores dolorido, Berni se ha ido. Cuando abril hermosea la vida con su primavera nueva; cuando pasa en procesión por calles que huelen a cera y a incienso. Cuando los vencejos vuelan alegres ajenos a la tristeza de luto de los que le quisieron, a la pena de saber que no volverán sus ojos nobles a ver salir de San Juan ese Cristo de los Vigías que le gustaba tanto, ni se asomarán a las ventanas de la casa grande que tuvo tanta vida y se quedó vacía cuando él la dejó. Se me agolpan los recuerdos de momentos vividos en ella: reuniones familiares, Semanas Santas de ajobacalao y torrijas, fe­rias ‘pendejas’ de puertas abiertas, ruidosas de tam­bo­res y cantes. Comilonas en la playa, inverosímiles terapias de sofá, viajes por el mundo... Y el desenfado de Berni llenándolo todo, sien­do el alma máter de cada uno de esos momentos vividos, que ahora, desde el recuerdo, pasan delante de mis ojos como escenas de una película imposible en un orden desordenado que me alegra y me entristece.

Vivencias maravillosas, instantes sublimes vividos con él y con esos ‘amigos para siempre’ que inmortalizara en su hermoso libro su gran amigo Paco Montoro, y que hoy están un poco más solos y un poco más tristes. Sé que la vida es una muerte que viene, que nacer es morir, pero no me acostumbro a ir perdiendo afectos; no me resigno a que esas vidas queridas, que formaron parte de la mía, se vayan un mal día de abril cuando perfuman las flores, cuando cantan los pájaros, cuando brota la vida en cualquier esquina de la primavera... Abril no es un mes para morirse; abril es un mes para renacer. Pero abril se empeñó en llevarse a nuestro amigo Berni a lejanas primaveras celestes, quizá para alegrarlas con el color de su risa. Quiero pensar que desde allí nos ve, que sigue vivo con su nobleza intacta, sus pestañas largas, su sonrisa ancha y su corazón inmenso, contando esos chistes irrepetibles que nos hacían reír y llorar. Berni descansa ya en algún lugar de esa eternidad incierta que nos desasosiega y nos asusta un poco, pero seguirá en nuestro corazón para siempre, en el lugar preferente que se ganó a pulso con la grandeza de su alma. Hasta siempre, entrañable y querido amigo, vuela alto y sé feliz allá donde estés. Nosotros, tus amigos de siempre, no te olvidaremos nunca.

Hoy te escribo entre suspiros mirando a esos vencejos que me llevan a lejanos atardeceres veleños. Y te veo a ti, Berni, en aquel tiempo de vino y rosas, recogiéndome en mi casa para llevarme hasta donde me esperaba ese amigo tuyo que te quiso siempre y que sigue siendo mi sombra.