Sin azul no hay verde
Columna de Margarita García-Galán
El Teatro Campoamor de Oviedo se vestía de gala para recibir, un año más, a los galardonados en los Premios Princesa de Asturias. La alfombra azul guiaba sus pasos hacia el teatro mientras sonaba la singular música de los gaiteiros. Panderetas, gaitas, tambores y acordeones configurando la hermosísima banda sonora que identifica a Asturias. Un estruendo típico, armonioso, acogedor y muy bello, que acompaña siempre la emoción contenida de los asistentes y da la bienvenida a los premiados. La actualidad se movía mientras tanto entre huracanes y torrenteras que arrancaban árboles, anegaban pueblos y segaban vidas. El cambio climático, eso que algunos se toman tan a broma, se hacía notar una vez más. Mientras, el huracán político seguía su curso; avanzaban las torrenteras de voces disonantes crispando ánimos, ahogando esperanzas, quemando sueños en la hoguera de las vanidades. Ruido, ruido. Mucho, mucho ruido.
Dentro del teatro, la paz. Los gaiteros tocaban el himno nacional, que se oía en un respetuoso silencio, y empezaba un acto de concordia que nos descubría la brillantez y la sencillez de unas personas que dedican su vida a mejorar el mundo. Las vidas de otros. Las vidas de todos. A través del televisor, veíamos sus gestos, su actitud serena, su emoción. Oíamos sus convincentes y armoniosas voces, transmitiendo mensajes creíbles de paz y esperanza. La reportera mejicana Alma Guillermoprieto, premio de Comunicación y Humanidades, nos daba una hermosa lección de lo que significa ser periodista. Su voz se quebró recordando a compañeros asesinados porque a alguien no le gustó lo que contaban. “Matan a uno para intimidar a todos”. Con su traje malva, sus zapatos planos y su sencillez, la periodista contaba emocionada algunas de sus experiencias: “La cara rígida de emoción de un niño, en una empobrecida favela, porque se pone por primera vez un traje de carnaval... La vida en esas alturas colombianas que esconden bajo la niebla tanto a guerrilleros como a una variedad infinita de orquídeas...”. Su discurso me impresionó. Pocas veces he oído algo tan intenso, tan sereno y tan hermoso.
Contar lo que acontece en el mundo, ayudar a conocerlo, denunciar los peligros que lo acechan, es lo que hace aún, a sus 83 años, Sylvia Earle, la oceanógrafa americana, premio a la Concordia, intentando concienciarnos de lo que significa el deterioro de los océanos por la contaminación tóxica. “Sin azul, no hay verde. Sin océano, no hay vida”. Mensajes importantes de personas admirables que ayudan a mejorar el mundo, como la activista masi Nice Nailantei, que lucha contra algo tan atroz como la mutilación genital femenina, y que, junto a médicos valientes que arriesgan sus vidas por salvar vidas, trabaja en la ONG Hamref Health África, premio de Cooperación Internacional por su constante ayuda al continente africano. Ataviada con un espectacular traje masai, con su collar, su corona y su sonrisa limpia, ella era el latido, el color y el dolor de África.
Directores de cine, científicos, filósofos, escritores, deportistas... Mentes privilegiadas que trabajan con fines admirables, muchas veces incomprendidos, que son la esperanza del mundo. Oír sus voces sensatas, reclamando atención y ayuda para algo tan hermoso como preservar la vida de nuestro planeta, me hacía sentir pequeña. Mensajes de concordia y esperanza, nada que ver con esas otras voces discordantes que suenan en diferentes partes del mundo con proclamas intolerantes, radicales, extremistas: homofobia, racismo, sexismo... Ruido, ruido. Mucho ruido. Ojalá que, por encima de ese ruido atronador, que nos produce escalofríos, suene con fuerza la música conciliadora que intenta, por encima de personalismos excluyentes, salvar el mundo de todos. Que podamos seguir embelesándonos con la inmensidad de ese azul que es vida. Con la sonrisa de niños sin miedo. Con la belleza infinita de esas orquídeas que crecen entre la niebla.