Sobre la Navidad
Columna de Margarita García-Galán
En un cajón casi olvidado, que huele a tiempos que no volverán, guardo algunas postales navideñas adornadas con belenes brillantes, cielos estrellados y paisajes nevados que me llegaban cada año por estas fechas para desearme felicidad con el típico “Felices Pascuas y próspero año nuevo”.
Inmersa en esta nebulosa navideña que nos arrastra sin querer, las miro ahora y las vuelvo a leer despacio, saboreando el mensaje de aquella amiga entrañable, de aquel familiar lejano, de aquel novio entusiasta que elegía para mí los paisajes más bellos, con mensajes tan cálidos que derretían la nieve blanca y aceleraban el latido de mi joven corazón. Todavía me emociona leerlos.
Me gustaba el ceremonial de la Navidad, los villancicos en la calle, el frío de alrededor, los mantecados de pueblo, las chimeneas caldeando estancias sencillas que olían a leña, a pan caliente y a guisos típicos que se hacían a fuego lento en el puchero de barro. Por las rendijas de las ventanas se colaba el viento gélido de diciembre y el eco de los villancicos que cantaban los niños en la calle con zambombas y panderetas. “Ande, ande, ande, la marimorena...”. A fuego lento se hacían los guisos, y a fuego lento saboreo el recuerdo de las estampas navideñas que se iban sucediendo y que eran mucho menos artificiales que las de ahora. Irremediablemente, el tiempo ha ido enfriando las tradiciones, desdibujando el sentimiento, descafeinando el espíritu de la Navidad, cada vez menos auténtico y mucho más consumista. Hay que comer mucho, gastar mucho, regalar mucho, sonreír mucho... Ser amables, generosos y solidarios solo porque es Navidad.
Me sobrepasa el mensaje idílico, la aureola irreal de paz y concordia que nos pasea por calles iluminadas llenas de ofertas brillantes que nos empujan a consumir y a ser felices porque sí. Me preguntaban hace unos días qué iba a hacer en Navidad. “Dejarme llevar, como siempre”. Si por mí fuera, me perdería en un pueblecito de cumbres nevadas, en la casita de piedra con hortensias helándose en los balcones y frondosas parras vestidas de invierno dándonos la bienvenida. Me llevaría conmigo a los que quiero y pasaría este tiempo sentada a la lumbre saboreando la paz sencilla, compartiendo comidas sin lujo ni boato, al calor de la leña ardiendo y las voces de los niños cantando villancicos. “Ande, ande, ande, que es la Nochebuena”.
No pienso, en absoluto, que cualquier tiempo pasado fue mejor. No cambiaría mi tiempo de ahora por ninguno de ayer. Pero algunas cosas, para mí, han perdido encanto, y la Navidad es una de ellas. Será que no me implico en el guión del ceremonial; será que cada vez soy más escéptica; será que mi orden de prioridades es mucho más exigente; será que huyo de los tópicos típicos, que me parecen tan vacíos de contenido. Será que me hago mayor sin remedio y me importan nada los protocolos de obligado cumplimiento. El ambiente navideño, las luces, la música, los belenes, lo familiar, me gusta, pero no me condicionan sus mensajes subliminales. Si miro a mi alrededor, sigo viendo tristezas: familias que carecen de lo esencial, pateras llenas de vida y de muerte navegando a la deriva, revueltas en las calles por credos radicales que no tienen sentido, tsunamis que arrasan pueblos, mujeres que siguen muriendo por la vileza machista... La Navidad no es un regalo. No es un paréntesis para los bajos instintos. No es un freno para el horror.
Mirar las viejas postales me enternece, pero ni el sentir era eterno, ni las nieves eran perpetuas, y se fueron derritiendo al calor de otros paisajes. Pasó aquel tiempo de navidades sencillas y se llevó la mirada inocente de la niña que buscaba musgo fresco para hacer el belén que imaginaba su hermano.
El espíritu de la navidad se me escapa, su idílico mensaje no me llega. No me siento aludida. Solo me dejo llevar.