El tiempo en el espejo
En una de esas comidas de sábado que nos entretienen y distraen de una actualidad más que preocupante, decía uno de mis amigos que, después de este tiempo convulso que nos ha tocado vivir, nada volverá a ser igual. Pienso como él: después de una pandemia, varias catástrofes naturales y, para colmo, una espantosa guerra, nada volverá a ser como antes. En tan sólo dos años, hemos vivido tanto que parece que ha pasado un siglo desde que compartíamos comidas, viajes, conciertos, charlas distendidas, sin el peso tremendo de tanta tragedia a nuestro alrededor. La noción del tiempo se nos ha distorsionado. Me lo recuerda cada día el espejo de un mueble que me ve vivir desde que jugaba a las canicas y soñaba con príncipes azules. La vida era entonces un hermoso cuento de hadas donde los malos se convertían en sapos y los buenos eran felices y comían perdices.
Me miro en él cada vez que salgo o entro a casa. Es el espejo de un mueble antiguo, de rancio sabor familiar, que lleva toda la vida devolviéndome instantes. Mi cara, mis ojos, mi pelo, mi semblante alegre, mi mal humor... Todo lo refleja fielmente el viejo espejo del paragüero que lleva conmigo desde siempre. Ya me miraba en él cuando estaba en la casa de mi abuela con sombreros, paraguas y abrigos colgados, y una vieja caracola que alegraba con su blanco de nácar la austera presencia de su madera noble. El espejo del paragüero tiene mucha vida atrapada en el cristal, mucha historia de gente que frecuentaba aquella casa grande que a mí me encantaba, donde la entrañable presencia de su dueña reinaba en aquel tiempo lejano que se me acerca cuando me miro en él. El mueble dejó aquella casa de pueblo cuando la abuela se fue, y se vino a la nuestra a seguir sumando estampas a la historia familiar que llevaba dentro. Lo recuerdo embalado, junto a otros muebles, en el camión que lo llevó desde la casa gris de Castilla hasta la casita blanca del pueblo andaluz donde fuimos a vivir durante un tiempo. Lo recuerdo en el pasillo, viendo entrar y salir la vida, con sus paraguas, sus sombreros y la caracola de nácar con su música de mar.
El espejo en el que me miro seguía devolviéndome imágenes; en él me veía con mi cartera y mis libros para ir al colegio; en él me miraba cuando me ajustaba el vestido nuevo para salir los domingos, o el bañador para ir a la playa en verano. Poco a poco, su luna gastada me iba diciendo que el tiempo pasaba. Por él y por mí. Aunque yo entonces no pensaba en eso: sólo quería crecer, hacerme mayor, vivir intensamente y disfrutar de lo hermoso que veía a mi alrededor. Decidí, como Neruda, enamorarme de la vida, y el tiempo en el espejo seguía pasando. Gestos alegres de adolescencia, ilusión de novios, vestidos de boda, niños con chupete. Se fueron los rostros que envejecieron asomándose a su ventanita de cristal, pero el mueble siguió conmigo viendo crecer otras vidas; ellos crecían, el mueble se oscurecía y yo me hacía mayor. Con sus luces y sus sombras, la vida discurría sin sobresaltos. Pero, de repente, cuando el tiempo era más sereno, cuando envejecer ya no importaba tanto, a la luna biselada se asomaron unas caras extrañas con la sonrisa tapada... La mascarilla inauguraba un tiempo aciago que nos ralentizó y entristeció la vida. Y después de ese horror, más horror aún: el mundo se convirtió en una charca inmunda llena de sapos guerreros, ambiciosos e intolerantes que avasallaban a los buenos y cambiaban el final del cuento: los buenos no pintan nada y son los malos los que acaban comiendo perdices.
Con el cuento desdibujado, vuelvo cada día a medir el tiempo en el espejo. Busco, quizá, la imagen feliz de aquella niña ilusionada que tenía prisa por conocer el mundo. Me miro una y otra vez y recuerdo lo que decía el poeta que se enamoró de la vida: “Quién diría que algún día extrañaríamos la infancia, si nuestro mayor deseo era crecer”. Aunque ya nada vuelva a ser igual, ojalá vuelvan a mi espejo las sonrisas que borró la pandemia, la naturaleza herida y los ojos fríos del abyecto sapo que tiene en sus manos el final del cuento.