El tono de los mensajes
Bajábamos por aquella calle que recorríamos varias veces al día. Ellos, los niños, cuatro veces; yo, que los llevaba y traía del colegio, ocho. Veníamos charlando como siempre de lo que habían hecho en el cole, del recreo, de los amigos con los que jugaban..., y entonces el niño me preguntó: ¿Qué vamos a comer hoy, mamá? Lentejas y filetitos de pollo, le dije. Y seguimos bajando la cuesta. Ya en casa, sentados a la mesa delante de las humeantes lentejas y los filetitos, que comía sin mucho entusiasmo, el niño, que tendría unos 9 años me dijo, muy convencido, que quería ser vegetariano... La niña, más pequeña, no dijo nada; siguió comiendo tranquilamente mirando a su hermano y esperando expectante la respuesta de la mamá, que estaba acostumbrada a debatir con ellos de cualquier tema. Le dije que no pasaba nada por ser vegetariano, que podía serlo si quería, pero que tendría que esperar a ser mayor, que los niños tienen que comer de todo para estar bien alimentados mientras crecen, y la carne aportaba unos nutrientes muy necesarios. Bas- tante precoz, el niño fundamentaba bien su idea de prescindir de la carne, y el debate se alargó. La niña nos miraba, y en un momento dijo que a ella le gustaba más el pollo que las lentejas. Ante mis argumentos, innegociables, el tema se zanjó con el niño resignado -que no convencido- a seguir comiendo carne hasta que fuera mayor.
Muchos años después de aquella charla, en otra comida familiar, la niña que prefería el pollo a las lentejas disfrutaba de una atractiva y colorista ensalada, mientras el niño que quería ser vegetariano devoraba entusiasmado un enorme chuletón ‘al punto’, y cerraba los ojos saboreando la excelencia de tan tierna y sabrosa carne. Menos mal que querías ser vegetariano, le dije riendo, y él me contestó rotundo: quería, pero tú no me dejaste.
He recordado aquella conversación lejana oyendo la marea de críticas que ha recibido el ministro Garzón hablando de la conveniencia de consumir menos carne porque mejoraría nuestra salud y ayudaría a frenar el impacto de las emisiones nocivas. No soy vegetariana, pero me apasionan las verduras y no cambiaría por nada un tomate con sal, pero vengo de tierras castellanas donde la ternera es otro monumento que ofrecer a los turistas. Como las murallas, los castillos medievales o las yemas de Santa Teresa, la excelencia de su carne es un atractivo más. Pero no entiendo bien el revuelo que se ha formado por unas declaraciones que quizá han sido poco claras, inoportunas en tiempo y forma, pero se ajustan a lo que viene diciendo desde hace mucho tiempo la OMS, la ONU y los investigadores en los últimos años.
No hay que dejar de comer carne, solo hay que moderar su consumo. Cuando oí al ministro hablar sobre esto pensé en mi madre, castellana y refranera, que habría dicho lo que decía siempre cuando algo no la convencía del todo: “Qué bien cantas, pero qué mal entonas”. Está claro que nuestro planeta, nuestro hermoso planeta azul, necesita una atención urgente. No creo que nadie dude, a estas alturas de la vida, que se está deteriorando a pasos agigantados. El cambio climático es una amenaza seria a la que hay que poner remedio. Las impactantes inundaciones de Alemania y Bélgica son un ejemplo más de que algo estamos haciendo mal. Los mensajes de los políticos al respecto tendrían que ir acompañados de políticas serias, eficaces, a veces impopulares, que ayuden a buscar el equilibrio entre el necesario desarrollo industrial y el freno a los excesos que causan el preocupante cambio en el clima.
No tendría que ser tan difícil hacer políticas de consenso en aras de preservar para las generaciones futuras el mundo tan bello en que vivimos.
Nuestro planeta se duele. Se queman los bosques, se mueren los mares, se inundan los pueblos... Son llamadas de socorro que no se pueden ignorar.
Hay que seguir cantando, pero entonando mejor.