Vivir sin escribir
Vuelvo a asomarme a esta ventanita de papel donde la palabra escrita vuela libre aireando noticias, emociones o pareceres de lo cotidiano, y nos acerca a la mirada crítica, casi siempre amable, del lector.
Han pasado tres meses desde esa última columna que escribí, a cobijo de una sombrilla, sintiendo la gratificante brisa que mitigaba el calor sofocante del verano. Un verano largo que nos dejó temperaturas extremas y nos llevó a un otoño atípico que invitaba a seguir disfrutando de mañanas azules de brisa y mar.
Recordando ese tiempo tranquilo de playa, de amigos entrañables y largos paseos junto al mar, vuelvo hoy a mi rincón íntimo, a la pluma azul y a las cuartillas, para seguir haciendo algo que me gusta: escribir. ¿Y de qué voy a escribir?, me pregunto. Y entonces doy un repaso a la actualidad, por si algo me inspira. Todo está revuelto a lo largo y ancho de nuestro complicado mundo. Fuera de nuestras fronteras, el panorama es desolador. Siguen las guerras poniendo el acento negro, vistiendo de luto los informativos. Imágenes espantosas que nos encojen el corazón. La muerte se pasea, inmisericorde, entre los inocentes: niños, ancianos, familias enteras que no pueden escapar del horror. Ver tan luctuosa crónica del sufrimiento extremo se me hace insoportable; la crueldad humana no tiene limites. Aquí, en nuestro país, también hay batallas: la política encrespa los ánimos y sube la temperatura en la calle, los políticos se enzarzan en hiperbólicos discursos que suenan mucho y dicen poco. Es descorazonador ver los ánimos tan crispados. Unos me decepcionan; otros, me desconciertan... Todos me inquietan. Mientras, el veroño sigue calentando espaldas. El tiempo también está loco.
Pensaba en ello, hace unas semanas, cuando paseaba al solecito de este otoño que viste de verano. Distraída, miraba las calles, la gente llenando las terrazas de las cafeterías, los turistas con abanicos y helados mirando y admirando lo bonita que está Málaga. A pesar de la actualidad tan convulsa, me sentía bien caminando tranquilamente por esos rincones que me gusta frecuentar. De pronto, no sé si por un destello de sol, un despiste o un desnivel furtivo que me esperaba en la acera, se me dobló el pie, perdí el equilibrio, caí de bruces, y me comí, literalmente, el asfalto. El golpe fue rotundo, frenó en seco mis pensamientos y me puso, nunca mejor dicho, los pies en el suelo. En octubre, en la mañana de un viernes animado, entre el ir y venir de la gente, me rompí el peroné. Doloroso, pero nada importante comparado con todo lo que nos rodea. Pero el traspié me ha cortado las alas por un tiempo y me ha sentado en un sillón con una pesada bota de escayola de inmaculado ‘blanco roto’. Con una estética distinta, contrariada y mermada de movimientos, escribo de nuevo, mientras mi gata, que no entiende qué me pasa, intenta afilarse las uñas en mi llamativa escayola.
Echo de menos andar, caminar sin prisa sintiendo el privilegio de poder moverme libre. Leo, oigo música, veo cine, y pienso mucho. Pero, entre unas cosas y otras, el ánimo se resiente. Las guerras, las revueltas, la violencia, lo surrealista que es todo a nuestro alrededor... Lo del peroné es lo de menos, sólo es un granito de arena en un desierto de calamidades. Alguien dijo: “Si puedes vivir sin escribir, no escribas”. Yo puedo vivir sin escribir, está claro, pero vivir escribiendo me encanta. Escribir es un placer sencillo, un consuelo, un desahogo, un tiempo íntimo de comunión contigo mismo que compartes con los demás. Decir con palabras lo que te inquieta, te apasiona, te alegra o te entristece. Puedo vivir sin escribir, pero vivir escribiendo es muy gratificante. A veces los temas bailan a mi alrededor, las musas se despiertan y se hacen cómplices de las palabras, que brotan espontáneas mientras la pluma va y viene obediente dibujando sentires en el papel.
Y otras veces, como ahora, las musas se resisten. Se atascan las palabras, se desdibuja la magia, te ciega lo gris y acabas con el ánimo por el suelo. Roto, como el peroné.