La belleza frente al poder

En una entrevista reciente, el cantautor asturiano Víctor Manuel concluía con esta reflexión: “La mejor música es la brasileña. Lo tiene todo”.

Suscribo cada una de sus pa­la­bras. Si hay alguien que padezca insomnio o se levante muy temprano, recomiendo que encienda la radio a las cinco de la madrugada y se deje acariciar por el programa Tró­pico utópico, en Radio 3. Es­cuchar lo mejor de los cálidos ritmos caribeños y de los dulces sonidos de la música bra­si­le­ña en el silencio de esa hora, de seguro le ha­rá creer que los mi­la­gros existen, y que otra forma de vivir es posible.

Brasil. Maria Be­thâ­­nia, Marisa Mon­te, Cae­tano Veloso, Gil­berto Gil, Elis Re­gi­na, Vinicius de Mo­raes, Gal Costa, Chico Buar­que, Milton Nas­ci­mento... y tantas otras voces que han ele­vado al grado de excelencia la llamada ‘música popular brasileña’. Po­pular. El pueblo que canta. Que canta su alegría, su dolor, su esperanza.

Mientras duró mi lectura de Las venas abiertas de América Latina, de Eduardo Galeano, en una edición conmemorativa de su 50 aniversario, sentí todo el tiempo cómo el pensamiento estaba siendo apaleado de forma inmisericorde. Cuestiones que creía conocer, me fueron desveladas de forma descarnada como sólo lo hacen las palabras que son portadoras de la verdad sin fisuras. Cincuenta años de ignorancia.

Brasil. De los más castigados, pisoteados y saqueados de América La­tina, desde que aparecieron los oscuros conquistadores. A día de hoy continúa el saqueo. Recomiendo su lectura a los que tengan dilemas con la esperanza o la conciencia. 

La reflexión es innegociable: ¿Cómo es posible que un pueblo tan pisoteado sea capaz de generar tal dimensión de arte con la canción, la poesía, la música? ¿De dónde sale tanta dulzura, tanto humanismo? Y, escuchando, se tiene la certeza de es­tar ante algo indestructible. Es como si hubieran sido investidos de un po­deroso velo que sólo otorgan las estrellas. Cada cual lo interprete según le dicten sus neuronas. Los pueblos no cantan para olvidar o perdonar las ignominias. Los pueblos can­tan para sobrevivir a la voracidad; y tienen como aliado al universo.

Acá, en nuestro occidente planetario, la música ha sido en­ce­rrada y custodiada en rediles en espera de los beneficios. Sal­vo muy honrosas ex­cep­ciones, los que se au­todefinen como ‘ar­tistas’, se han subido a un tren que les dijeron sólo pasaba una vez; un tren con destino incierto. Pero el atento observador no para de ver pasar esos trenes una y otra vez. ¿Cómo es que no se dan cuenta de que son trenes de mercancías?  
 

Mientras tanto, mientras vemos inflarse estas frágiles burbujas, y ante el temor de que nos estallen en la cara, pongo ante mis ojos y oídos los extraordinarios conciertos con artistas de carne y hueso, genuinos, los que transforman el sonido en prodigios que pulsan nuestras fibras como si fuéramos arpas vivientes.

Brasil. Territorio de depredación, donde el pueblo planta canciones con música para salvar bosques. No piensen que exagero al afirmar que el destino de la Humanidad está en manos de la música; no en las manos siempre hambrientas de los bancos centrales. Algún día, los médicos de familia se sentirán apremiados a recetar música. Música magistral, no de laboratorio.