Un cuento que nunca acaba
Sabido es de las promesas que hacen aquellos que se aventuran en los laberintos del poder (o viven instalados en éste) y que rara vez pueden ser cumplidas.
En un singular libro titulado El hombre que calculaba, de Malba Tahan (pseudónimo del divulgador brasileño Julio Cesar de Mello e Souza), y con un estilo narrativo que recuerda a Las mil y una noches, se nos cuenta una historia que bien puede parecer una abrumadora lección de humildad frente a la arrogancia del poder:
Conocida era por el pueblo la tristeza que embargaba a Iavada, rey y señor de Taligana, por la pérdida de su hijo Adjamir, por una flecha en el pecho en la reciente guerra, en un territorio antiguo de Oriente.
Desde la plaza próxima al palacio, llegaban las notas melancólicas de un sitar acompañadas de un tabla percutido con maestría. Se colaban las notas entre las sedas de los ventanales que ondulaban la brisa suave de la mañana. Música envuelta en las fragancias de las especias que se ofrecían en los tenderetes del mercado callejero, y que acompañaban a las melodías adondequiera que volaran. La música era un bien presente en la vida diaria de la ciudad.
Tan conocida era la pesadumbre del señor de Taligana, que un día solicitó audiencia un joven brahmán de nombre Lahur Sessa, procedente de una aldea a treinta días de marcha, para ofrecerle un nuevo juego de su invención y así aliviarle de su dolor.
Traía un gran tablero dividido en sesenta y cuatro casillas, alternando blancas y negras y que dio en llamar ‘ajedrez’. Con dos grupos de figuras -también blancas y negras-, mostró al rey las normas que regían el juego y los movimientos de las piezas. Comprendiendo Iavada que aquel juego reproducía las mismas estrategias que él había ideado en sus contiendas, se sintió inmensamente agradecido y aliviado en su pena. Así pues, quiso recompensar tan elevado obsequio y ofreció al joven Sessa una gran riqueza en oro, la administración de una provincia o un palacio. Pero el joven brahmán rechazó oro, tierras y palacios, acogiéndose, sin embargo, a la generosidad que su rey le brindaba, y le propuso que fuera pagado en granos de trigo. El rey mostró su indignación reprochando al joven la insensatez y el rechazo que mostraba ante las riquezas materiales que se le brindaban.
Aceptada, finalmente, la singular petición, el rey escuchó el modo en que debía serle retribuido el trigo solicitado: “Un grano en la primera casilla; dos en la segunda; cuatro granos en la tercera; y así sucesivamente, siempre el doble de granos que en la casilla anterior, hasta completar las sesenta y cuatro”. La sala de audiencias se inundó de estupor y comentarios de humillación. Pero habiendo dado el rey su palabra, ordenó a sus matemáticos que calcularan de inmediato la cantidad de trigo que había que darle al joven brahmán. Mientras tanto, seguía escuchándose la música procedente de la plaza, y el joven Lahur Sessa fue invitado a palacio a la espera del resultado.
Lo que sigue es la reproducción fidedigna de lo que los matemáticos expresaron a su rey:
“¡Rey magnánimo! Calculamos en seguida con el mayor rigor el número de granos de trigo y obtuvimos un número cuya magnitud es inconcebible para la imaginación humana. El trigo que habrá que darle a Lahur Sessa equivale a una montaña que teniendo por base la ciudad de Taligana se alce cien veces más alta que el Himalaya. Sembrando todos los campos de la India, no darían en dos mil siglos la cantidad de trigo que ha de dársele”.
Hoy día vendría a ser como calcular los kilómetros que hay en un millón de años luz de distancia. El rey, sintiéndose ofendido en su arrogancia, mandó que le cortaran la cabeza al humilde matemático que trató de poner alegría en sus tristes días.
Así pues, no se debe prometer lo que no se tiene. Pero pueden deleitarse con este libro los amantes de los hechos extraordinarios que muestran las matemáticas.