Danzas
Se ubica el origen de la danza en la Antigua Grecia, en las fiestas (ditirambos) que se realizaban en honor a Dionisos.
Un laúd. Una flauta. Un pandero asiático con piel de animal. Diminutos platillos de bronce que tintinean con afinación de campanas. Cuando los seres humanos sensibles, alejados de las armas que apagan vidas, se reúnen alrededor de estos sonidos, el alma resurge del profundo sueño y comienza a danzar. En determinadas situaciones con trance incluido, como los giros vertiginosos de los derviches.
Me viene a la memoria una lectura, en la que una ancestral cultura de América Central asevera que la muerte siempre camina junto a nosotros en el lado izquierdo, y que, en situaciones de extraordinario peligro, una danza antigua (probablemente Azteca), ejecutada de manera precisa, puede salvar la vida. Parece evidente que se trata de un zapateado chamánico al que no todos tenemos acceso.
Hay danzas que forman parte de la historia universal de la música, como las que creó Tchaikovsky inspirándose en un cuento navideño de E.T.A. Hoffmann: Danza del hada del azúcar, danza rusa, danza árabe, danza china, danza de los mirlitones o el vals de las flores, perlas musicales engarzadas en un joya llamada Suite del ballet El Cascanueces. Cuento en el que los juguetes cobran vida al quedarse solos en la oscuridad de la noche y, sin testigos que puedan corroborarlo, llevan a cabo una existencia de lucimiento prodigioso, disputas pacíficas y bailes de enamorados. Es más que probable que hayan bebido de esta fuente los geniales creadores de Toy Story.
Pero la danza no es solo movimiento acompasado a una música. Existen en México escuelas que imparten Tensegridad, ejercicios encaminados a reconducir las energías cósmicas a las que, según afirman, estamos conectados y forman parte esencial de nuestra vida. Tensegridad es un término adoptado del mundo de la arquitectura, que aúna conceptos de tensión e integridad y hace posible el perfecto equilibrio de una estructura compleja, como la del cuerpo humano, y es a través de estos ejercicios que se pretende alcanzar el equilibrio entre cuerpo, mente y espíritu. Se me antoja cierto paralelismo con el Tai-chi, ejercicios que sugieren una suerte de danza ejecutada a cámara lenta y sin música. Me gusta pensar, que en esos momentos cada cual escoge su propia música en la intimidad de su mente mientras se mueve.
Dada la falta de lluvia que padecemos no estaría demás aprender y llevar a cabo aquellas danzas rituales de los nativos de Norteamérica: zapateado al ritmo de tambores pidiendo al cielo nubes colmadas de agua. También en África llevan a cabo liturgias semejantes: mujeres vestidas de negro que representan nubes preñadas de agua; cascabeles en los pies que aluden al sonido de la lluvia; y los tambores, que representan el sonido de los truenos. Todo esto es música en movimiento, sin duda.
Ciencia, magia, superstición... Cuando el agua desaparece y la tierra se cuartea, se pliega el orgullo y surge la plegaria acompañada de música y danza.
En fin. Créase lo que se quiera creer. Pero, por favor, no juzguen al mensajero, que bastante tiene con lo suyo; con esta desazón ante la testarudez del cielo por no traernos agua; por esos árboles que se secan; por esos verdes que entristecen; por esa pérdida de tiempo de aquellos que creen que el mundo les pertenece en exclusiva.