Berlanga y el pequeño Nicolás
Se cumple este año el centenario del nacimiento del ingenioso hidalgo del cine español: José Luis García Berlanga. Un talento que, en sus muchos años de carrera, tuvo tiempo de mostrar, de forma heterodoxa, brillante y libre, la mayoría de las situaciones esperpénticas que la política y la sociedad española dieron de sí, y de retratar la esencia de un tipo de español mezcla de pícaro, mezquino y torpe trepa.
Cuánto material hubiera atesorado el cineasta, para pintar, reírse y sacarle el jugo a la España que comenzó con la crisis de 2008. Una España en paro, precaria, maleducada, snob, sin perspectivas de futuro y sin esperanza, más preocupada por cambiar el lenguaje, por crear tribus identitarias, por hacerse selfies o por desparramar narcisismo en las redes sociales.
Me imagino el partido que Berlanga le hubiera sacado a esa España que llevó a sus bebés a amamantar al Congreso, a esa España que se dejó coleta, a esa España que desenterró a Franco, a esa España queer, binaria, no binaria, de género fluido, pansexual, cisgénero… Me imagino a Berlanga haciendo arte y humor de los políticos con máster, de la España que madruga, de un hombre a caballo llamado Abascal o del engominado y patriótico Ortega Smith.
Pero de toda esa España valleinclanesca y hípster a lo que más partido le hubiera sacado Berlanga hubiera sido a las correrías, pillerías, travesuras y delitos del pequeño Nicolás, un nuevo Sazatornil, un nuevo pícaro y trepa en la España de Amazon y Globo. Un pícaro con chaleco de marca que, por cierto, ha sido condenado estos días a tres años de prisión por hacerse pasar por quien no era.
Y, sin embargo, lo más sorprendente del fenómeno del pequeño Nicolás, no está tanto en ese Lazarillo narcisista y pijo como en la sociedad que se dejó embaucar por su oratoria y por sus poses de alguien con soltura y poder. A esta sociedad nuestra de cada día, a sus instituciones, gobiernos, fundaciones, museos, Ayuntamientos, se les cae la baba con todo aquel o aquella que vienen precedidos de prestigio y poderío. Vivimos en una España de impostores, de gente que aparenta más de lo que es, de gente que se inventa currículums y títulos, de gente que va de importante, cuyos méritos son solo los de ir de importante. Los que llegan a lo alto no son los más preparados ni los mejores ni los más buenos, pero sí los más listos y los más pillos. Pero parece que España y los españoles sentimos un cierto regusto, un cierto íntimo placer, cuando nos la meten doblada, al dejarnos dirigir, manipular y engañar por los más trepas y pícaros del lugar. Puede que vaya en algún gen cateto que corre por nuestras venas, en un gen que quiere dejarse obnubilar por los que parecen lo que no son.
En todo caso, lo que más me preocupa de todo esto es que ya no vayan quedando cineastas ni artistas, como Berlanga, que sean capaces de reírse, desde la distancia y la libertad, lejos de partidismos, dogmatismos y sectarismos, lejos de estar encantados con el momento presente, de todas nuestras gilipolleces y tonterías. Es más, puede que en la España actual a Berlanga se le llamara equidistante, machista, frívolo… y que lo ajusticiaran en la plaza pública a garrote vil, como al condenado de su película El Verdugo.
Berlanga nos enseñó que un creador debe sacarle los colores a la sociedad en la que vive, sea cual sea esa sociedad y gobierne quien gobierne. Berlanga nos enseñó que un artista no debe casarse con nadie. Quizá, solo, con una muñeca hinchable, como la de su película Tamaño Natural.