El inadaptado
Llevo años intentado decir, en artículos y en escritos varios, lo que le leí el otro día, en una entrevista, al humorista Juan Carlos Ortega: “Echo de menos que el humor se atreva con la nueva corrección política, porque la gente que se declara políticamente incorrecta, se refiere a cosas de hace cuarenta años. Pero la incorrección política ahora está en otro sitio: te metes con los grafitis y, bum, te machacan, por ejemplo. Yo reacciono contra la unanimidad: cuando escucho a Artur Mas quiero ser español, cuando veo una unanimidad de izquierdas quiero ser un poco conservador, o sea, que soy un inadaptado”.
Estoy con Ortega, no el filósofo, el humorista. Comparto muchas de las ideas que expone.
Y es que hay mucho provocador que es comprendido y aceptado por la mayoría. Pero el verdadero provocador es siempre el incomprendido, el ninguneado, el silenciado, el no aceptado y el despreciado por la sociedad en la que vive. El políticamente incorrecto que gana millones desde un programa de televisión o desde cualquier tipo de púlpito es que, en realidad, es políticamente correctísimo.
Es cierto, la incorrección política ahora está en otro sitio. Desde un tiempo a esta parte, nuestra sociedad se ha llenado de palabras, ideas y conceptos sacrosantos e intocables. Y está terminantemente prohibido mencionarlos, analizarlos o hacer humor con ellos. Y lo peor es que cada bando de esta sociedad de bandos tienen los suyos; cada bando tiene sus zonas de paso restringidas, sus listados cerrados con lo políticamente incorrecto. Y cuidado con que nadie de la otra parte de la trinchera se atreva a traspasar el umbral.
Me hace mucha gracia -y a la vez me entristece- observar cómo en la guerra entre los bandos lo que para unos es vil provocación para los otros es libertad de expresión, y viceversa.
Sin embargo, creo que es muy sano para nuestra sociedad que en ambos bandos haya provocadores, humoristas, y hasta intelectuales, que atenten contra las verdades sagradas de la otra parte (aunque más sano sería que no hubiera partes…).
Como Ortega, yo también reacciono contra la unanimidad. Debo confesar que huyo de esa especie de complacencia y de idílica opinión generalizada que se da en el seno de determinados grupos o en determinadas reuniones. El orgullo, la camaradería, la satisfacción de los que se unen porque piensan igual, me da cierto sarpullido (a veces pienso que se unen no porque piensen igual, sino para pensar igual…). No va conmigo el arropo y el calorcito que se dan mutuamente los que piensan de la misma manera, porque el calor atonta y porque desde el confort no se aprecia con claridad la majestuosa diversidad del mundo. En temas de pensamiento y de ideas, no quiero ir de la mano de nadie. Prefiero ir solo y pasar frío, porque intuyo que desde la soledad se puede acabar entendiendo a todo el mundo. Pero, claro, es posible que yo también sea un inadaptado.