Elogio de la ingenuidad
Columna de Salvador Gutiérrez
Ante un mundo maleado, pillo, táctico y estratega, reivindico el candor y la ingenuidad. En todos los órdenes de la vida: en la política y en los negocios, en las relaciones de pareja y en los despachos de abogados, entre los vecinos y los compañeros de empresa, entre los jefes y los empleados, en las entrevistas de trabajo... En estas últimas -por influjo del modelo americano-, el aspirante tiene que acabar -teatralmente- convertido en otro: en alguien más seguro, más serio, más experimentado, más frío, menos apasionado, más hierático..., y, claro está, con más licenciaturas, grados y másteres de los que en realidad se tienen. Aquello de la verdad por delante, casa mal con nuestro espíritu picaresco, aliado, en la actualidad, con el neoliberal sálvese quien pueda y con el orgullo de aparentar lo que no se es. En las entrevistas de trabajo y en la vida, apuesto por los que suelen ir a pecho descubierto y no esconden cartas ni másteres debajo de la manga. Apuesto por los que, sin maquillaje, muestran sus miedos y sus inseguridades a ojos públicos. Apuesto por los que no se adelantan, ni un palmo, a las jugadas; por los que contestan, con sinceridad y sin fatuos pavoneos -sin premeditaciones ni alevosías-, diciendo un sencillo: no sé.
En este mundo de rinconetes y cortadillos, de posturas e imposturas, de artificios y de trucos, de trampillas y tramposos, reivindico la candidez y la ingenuidad: ir por la vida -a lo León Felipe- ligero, siempre ligero, sin la carga de la mentira abultando nuestros currículos y espíritus. Reivindico a los que van por la vida con la cabeza llena de ideas y vacía de regateos y jugadas. Reivindico a los que dicen lo que piensan y no a los que piensan lo que dicen (salvo, claro está, en la ficción de la literatura). Reivindico a los que salen al escenario sin el texto aprendido. Reivindico a los que consiguen cosas en la vida sin planes estratégicos quinquenales, impulsados, sólo, por el viento del misterio.
Hace algún tiempo escribí este aforismo: “Mi ingenuidad es genética, ética y estética”. Genética, porque al ingenuo le corre siempre la candidez por la sangre de su naturaleza; ética, porque siempre me impuse la ingenuidad como una obligación de honradez y de frescor de cara lavada para ir tranquilo por la vida. Y estética, porque también hay que hacerse el ingenuo, en muchas ocasiones, para contribuir a la armonía y a la belleza del mundo.
Por ello, me pareció tierna y cándida la intervención, en rueda de prensa, del ministro Pedro Duque, cuando intentó defenderse de las acusaciones de haber creado una especie de sociedad interpuesta para ahorrarse pagar impuestos. Sea inocente o culpable -lo desconozco-, lo cierto es que Duque salió al estrado sin el oficio de tahúr político incrustado en sus ademanes. Salió, inocentemente, sin la jugada aprendida y sin discursos y argumentarios de político profesional, lo más contrario al hombre cándido e ingenuo que pueda existir. Puede que Duque sea culpable, pero al no actuar como un político al uso, se convirtió a mis ojos, de pronto, en inocente.
La verdad no necesita preparación previa. Ni saber jugar al póquer con las cartas marcadas.