Fútbol, aficionados y políticos

El fútbol hace de un lunes un día de fiesta. Y de un sábado, lo más cercano al paraíso en la tierra.

El Real Madrid ha ganado la Champions. Y la locura se ha desbordado por calles, plazas y fuentes. Pero la locura ya llegó en los días previos a la final: algunos medios de comunicación nos han atiborrado de información sobre el dineral que los aficionados se han gastado en las entradas, el avión y la estancia en Cardiff. La gente está dispuesta a gastar lo que no tiene, a rebañar la cuenta corriente y a hacer añicos la hucha de los niños con tal de sentir el subidón de adrenalina que supone vivir, in situ, una final de un campeonato de fútbol.

Leyendo y escuchando noticias y testimonios sobre el asunto, nada hace sospechar que aún haya en España varios millones de parados y que por nuestras vidas haya pasado una crisis con la fuerza de un huracán.

En todo caso, no hay crisis que pueda con el fútbol, que se ha convertido en el verdadero opio del pueblo. El fútbol sí que es una religión en toda regla: la verdadera para muchos millones de aficionados. El fútbol es el gran tótem sagrado de nuestra sociedad. La gran verdad indiscutible e incuestionable. 
Los políticos que saben apuntarse todos los tantos, suelen dejarse ver por las finales. No importa el partido al que pertenezcan ni la ideología en la que depositan su fe. Hay que ir al fútbol. Hay que hacer porras. Hay que apoyar a un equipo.

En Cardiff desembarcaron todo tipo de especímenes políticos, desde Cifuentes hasta Carmena. Porque el fútbol -dicen- no tiene ideología. Hasta el Rey emérito escogió la ocasión para comenzar, de nuevo, a salir por la tele. Sus asesores de imagen aprovecharon la amnesia que provoca la euforia y la felicidad de los millones de hinchas para irlo incorporando a la vida pública. Suelen meternos goles por toda la escuadra cuando las defensas están más bajas. En el fútbol. Y en la vida.

Y sin embargo, no hay cosa más patética que cuando un político, al que no le gusta el fútbol, tiene que fingir que es forofo de un equipo, que lo apoya y lo jalea y que está dispuesto hasta a enfundarse la camiseta del equipo ganador.

¿Cuándo un político se atreverá a decir abiertamente que no le gusta el fútbol? ¿Cuándo un político se atreverá a contradecir los gustos de la mayoría? ¿Cuándo un político dirá que antes de ver un partido prefiere leer un libro o ir a un concierto de jazz o de música clásica?

Y es que los políticos suelen confundir la representación de nuestros intereses con la necesidad de convertirse en representantes de nuestros gustos. Un político no debería ser una media aritmética del estado de nuestra sociedad. Prefiero a un político que nada tenga que ver conmigo, y que sepa luchar por mi bienestar, a otro que, compartiendo todas mis aficiones, mire para otro lado ante mis problemas.

Un político no debería ser nuestro representante en Eurovisión, cuya canción debe coincidir con los gustos de la media española. Un político no nos tiene que gustar. Nosotros, la gente,  tenemos  que gustarle a él. Nosotros, la gente. Antes que el dinero, el poder o la gloria.