La fauna

Columna de Salvador Gutiérrez

Segundos antes, la joven dependienta hacía sus menesteres tras el mostrador y un jubilado miraba, con parsimonia, los productos de las estanterías. El ladrón entró en la pequeña droguería del barrio ocultando su rostro con un rotundo casco de moto y empuñando un arma de fuego. Con ademanes y movimientos torpes, el caco dejó una bolsa de plástico sobre el mostrador y apuntó a la joven con la pistola. De repente, el pánico agarró a la dependienta por sus entrañas y, con más ingenuidad que efectividad, se escudó de un previsible disparo, tapando su rostro, tras un paquete de rollos de papel higiénico. Con un movimiento rápido e irracional, la joven se agachó y se hizo un ovillo de miedo tras el mostrador. Mientras tanto, el jubilado, al lado del entretenido ladrón, tardaba en procesar y decidir cuál debería ser su próximo movimiento. Quizá, si por él hubiese sido, habría seguido al lado del delincuente, observando, como un objeto invisible y silencioso, los pormenores del atraco. Pero la irrupción en el establecimiento de una achaparradita señora, bolso en mano, con el que comenzó, sin pensárselo dos veces, a golpear en el casco del ladrón, provocó que el anciano, saliendo de su letargo,  se abalanzase también contra el delincuente. La mujer había entrado en la droguería con el ímpetu de un toro bravo, como si hubiese estado esperando toda su vida ese momento, como si el destino le hubiese puesto en bandeja, al entrar en la tienda, la misión más importante de su vida: impedir aquel atraco pegándole bolsazos al ladrón. Mientras tanto, una mujer de mediana edad, que había estado todo el rato un poco despistada, al percatarse de lo que estaba ocurriendo, cogió, con una rápida sacudida,  su carrito de la compra y no dudó en salir despavorida a la seguridad de la calle. Un cincuentón que pasaba por la puerta de la tienda, al oír el griterío que salía del interior, por malsana curiosidad asomó la cabeza con prevención; al ser consciente de la seriedad de lo que se amasaba dentro, salió por patas, huyendo de lo que se pronosticaba como una terrible tragedia. Del mismo modo actuó un joven que paseaba por la calle, de manera instintiva y sin ningún tipo de preámbulo, se esfumó corriendo del lugar de los hechos. Otro hombre, desde la acera de enfrente, se acercó al local tímidamente e intentó entrar en su interior, pero al ver el rudo forcejeo que mantenían la mujer del bolso, el jubilado y el delincuente, decidió dar dos pasos atrás. Lo intentó una vez más, pero una bocanada de miedo lo empujó violentamente hacia afuera. Ya en la calle, tembloroso y dubitativo, hizo el ademán de coger su móvil, con la intención de llamar a la policía. El forcejeo con el ladrón se alargó, agónicamente, algunos minutos más, hasta que el anciano y la mujer, con la ayuda de un hombre corpulento que apareció repentinamente por la puerta del local, lograron desequilibrar al ladrón, quien finalmente cayó al suelo, donde quedó  inmovilizado por los tres inesperados héroes.

El intento de robo se produjo hace unos días en una droguería de Sevilla y la escena –con tintes de cine cómico o de vodevil- quedó inmortalizada por la cámara de seguridad. Sin duda, en esta pequeña intrahistoria han quedado retratadas las distintas actitudes y tipos humanos que pululan por nuestra sociedad. 

Dicen que en situaciones límites y extraordinarias es cuando nos manifestamos como realmente somos. En todo caso, la simbólica droguería sevillana no deja de recordarnos que cada uno es hijo de su padre y de su madre. En todo orden vital hay siempre héroes y villanos; traidores,  indecisos y cobardes. Ese es el misterio y la grandeza de esta gran fauna humana llamada sociedad.