Los aislados de la isla

Columna de Salvador Gutiérrez

Hace unas semanas, un joven misionero cristiano, siguiendo la estela de profetas, apóstoles y mártires, se decidió, con esa fe inquebrantable que, dicen, puede  mover hasta montañas, a internarse en lo desconocido y en lo misterioso. Con sólo el escudo y el arma de la palabra de Dios, contenida en su pequeña Biblia, desembarcó en una lejanísima y autárquica isla cerca de la India. En ella vive una tribu que desde hace milenios se mantiene alejada de cualquier susurro de lo que llamamos civilización. Los salvajes habitantes de la isla no quieren cuentas con nada que signifique comunicación, mezcla o interrelación con el mundo exterior. En definitiva, que no quieren saber nada de nosotros ni de nuestra manera de vivir. Como los bueyes, ellos solos bien se lamen. Y defienden con uñas y dientes, y mortíferas flechas, su independencia, su incomunicación, su soledad y su supuesto retraso en todos los sentidos. 
El joven misionero, que había tenido un par de intentos frustrados de acercamiento a la tribu, por último, se invocó al altísimo y decidió dar el paso exacto para caminar sobre las aguas. Con Dios de la mano nada podía salir mal. Pero su portentosa fe se tiñó de sangre al momento de poner el pie en las arenas cálidas de la isla. Los lugareños, sin la más mínima duda en preservar su estilo de vida y sin el menor atisbo de curiosidad por conocer las buenas nuevas que el extranjero pudiera traerles, se abalanzaron sobre él y, como leones en el circo romano, dieron buena cuenta del fervoroso intruso.

Desde que leí la noticia no puedo dejar de congraciarme con las dos antagónicas e irreconciliables posturas: la del joven cristiano lleno de esperanza, dispuesto -con la ingenuidad y la valentía que da la fe-  a llevar amor, cultura, bienestar y comodidades a un pueblo bárbaro que desconoce las claves de la humanidad occidental; y la postura de ese pueblo, que quiere, a toda costa -y en debilidad técnica y material- que lo dejen en paz, que nadie se inmiscuya en su modo de vida y conservar su identidad y su personalidad como el tesoro más preciado.

Confieso un cierto sentimiento de culpa al verme entre las dos aguas de esos dos mundos: el del joven idealista que, en un tiempo atado a lo material, da su vida por lo etéreo y por lo inconsistente; y el de una pequeña tribu que, en pleno terremoto de la globalización, la uniformidad y la homogenización de todo, se obstina en la cándida virginidad de su pequeño mundo, de su frágil forma de entender la vida y la existencia.

Esos dos mundos tan opuestos se han encontrado y enfrentado en la playa de una lejana isla. Y han luchado entre sí. Pero puede que esos dos mundos no sean tan diferentes como creemos. Al fin y al cabo ambas posturas nacen hoy ya con el estigma del fracaso dentro de su corazón. Ya hay pocos jóvenes que den su vida por salvar a los demás y pocas tribus que no conozcan la Coca-Cola o tapen sus vergüenzas con una camiseta del Madrid o del Barça.