Miedo subterráneo
Columna de Salvador Gutiérrez
Vivir es inseguro. Quizá nunca como hoy, en la historia de la humanidad, hayamos sido tan conscientes de la inseguridad de la vida, de ese destino incierto que nos pone al albur de terremotos, huracanes e intentos independentistas. Vivir siempre trajo consigo peligro de muerte. Jamás se vivió en un mundo exento de peligros y calamidades, jamás estuvimos a salvo de morir arrastrados por una riada o de palmarla en cualquier guerra injusta y en la que no se nos había perdido nada. Vivir es la inseguridad suprema y permanente. En los tiempos que corren, la información -y su tremendo exceso- nos alerta y nos asusta especialmente, más que nunca en toda la Historia. Hoy sabemos, a cada segundo, cuántas catástrofes -con su correspondiente número de muertos- se están produciendo en el ancho mundo: inmisericordes terremotos en México u oscuros huracanes en el Caribe. Hoy, al contrario que en el refrán, los ojos ven más que nunca y los corazones sienten más que nunca.
Sea como fuere, el verano está siendo bastante caliente en lo concerniente a calamidades, miedos e inseguridades. La indefensión, el miedo y la inseguridad se nos han metido en el cuerpo como si nos hubieran inoculado un minúsculo y peligroso virus de la gripe. Estamos desasosegados. A la espera inminente del trágico terremoto, del huracán o del atentado terrorista en cualquier calle, plaza o metro de Europa. El lema del verano ha sido el de no tenemos miedo. Pero dime de lo que presumes... Hay miedo. Y hay miedo a las consecuencias del 1-O en Cataluña. Y hay miedo a la implacable sequía que está afectando a toda España. Y hay miedo a que los hijos -ya- estén viviendo peor que sus padres. Y hay miedo al juego de guerra que han iniciado, irresponsablemente, EEUU y Corea del Norte. Miedo, como una punzada leve en el estómago, como el malestar desagradable y previo a la fiebre.
La vida es insegura. Y en la mayor parte de las cosas que ocurren poco tenemos que decir o hacer: casi nada depende de nosotros. Poco podemos hacer si un huracán nos deja sin casa y sin posesiones; si nuestro edificio se viene abajo tras un terremoto; si paseando por la Ramblas nos tropezamos con un atentado yihadista. Pero algo, todavía, en determinadas cuestiones -como en las calamidades naturales, consecuencia de nuestro desprecio por la naturaleza y el medioambiente-, podemos hacer para rebajar nuestro nivel de miedo e indefensión.
Me asustan los terremotos, los atentados terroristas y los huracanes. Pero esas situaciones no dejan de ser imponderables de esta misteriosa vida. Hace unos días, sin embargo, leía esta noticia en un periódico: “Una monstruosa montaña de grasa ha sido encontrada bloqueando el alcantarillado de Londres. La masa rocosa, compuesta por toallitas húmedas, pañales, grasa y aceite es tan larga como tres campos de fútbol y pesa tanto como diez autobuses de dos plantas. Está taponando una cloaca de la época victoriana. Un equipo de hasta ocho personas trabaja para deshacer la consistente montaña y succionarla después, una tarea que podría durar varios meses”.
Eso sí que me da auténtico miedo. Porque real -y simbólicamente- habla de las cloacas, de la parte más oscura, egoísta, grosera, frívola e ignorante del ser humano. Hay que tenerle miedo a los huracanes, pero más hay que asustarse de las alcantarillas del alma de los hombres.