El optimismo adolescente
Columna de Salvador Gutiérrez
No soy un catastrofista. No soy de los que cree que vamos para atrás, como los cangrejos. Al contrario, creo que vamos cada vez a mejor, que el ser humano y el mundo que lo acoge viven uno de los mejores momentos de la Historia. No soy un catastrofista. Pero tampoco soy un frívolo ni un superficial, ni soy de los que ven el futuro con ojos bobalicones y actitud anestesiada, con una sonrisa tonta colgando de los labios y pensando, ingenuamente, que todo es maravilloso y que lo mejor está por venir.
Leo, en un periódico de tirada nacional, una entrevista con Steven Pinker, catedrático de psicología cognitiva en la Universidad de Harvard. Pinker es uno de esos intelectuales a los que algunos meten en el saco de lo que llaman el ‘nuevo optimismo’. Pinker, con datos y con números, pretende demostrar que la pobreza en el mundo, por ejemplo, ha descendido drásticamente en los últimos años. ¿Quién puede contradecir a un profesor de tal talla académica e intelectual? Es más, reitero, soy de los que piensa que este mundo ha dado pasos de gigante en el terreno material, en el ético y en el de los derechos humanos. Pero nuestro innegable avance está poniendo contra las cuerdas el ecosistema del planeta. Esta es una sociedad que, conforme avanza, ensucia y contamina. Y que de tanto avanzar puede que, algún día, tenga que pararse en seco. Y eso no lo dice ni lo recuerda Pinker. Ni Pinker ni el coro de intelectuales felices y dicharacheros que están encantados con lo que se cuece en el planeta. Efectivamente, creo que existe ese ‘nuevo optimismo’ que lo fía todo al futuro; un futuro que por arte de magia y de birlibirloque será el novamás, lo nunca visto. Esos nuevos optimistas creen, ciegamente, que un éter misterioso solucionará todos los problemas del mundo en un abrir y cerrar de ojos; que, alguna fórmula milagrosa, surgida de la nada, pondrá orden, ipso facto, en el caos medioambiental en el que estamos inmersos; que una especie de inercia natural va a arreglar todo lo que está descuajaringado en estos momentos. Sin que nosotros tengamos que hacer nada ni cambiar de rumbo.
No creo en esos nuevos optimistas. Pero tampoco en los viejos derrotistas. Debe haber -hay- un término medio que huya de ese optimismo antropológico que se deja arrastrar por los alocados cantos de sirena de una sociedad hedonista, felicísima y muy satisfecha con su potencialidad -y su posteridad-, y que también reniegue de la negra miopía con la que algunos miran el presente y el futuro.
Esta sociedad, tan feliz y tan triste a la vez, me recuerda a esos adolescentes que un día están comiéndose el mundo y al otro el mundo se los come a ellos. Este mundo nuestro no deja de ser un tierno efebo que bascula entre la esperanza desmedida y la desesperanza más rancia.
Hace unos años, una revista americana organizó un concurso de microrrelatos. El tema: la vida humana en seis palabras. Este fue el relato ganador: “Nacimiento, infancia, adolescencia, adolescencia, adolescencia, muerte”.
No me cabe duda: de los grandes optimismos y de los grandes pesimismos nacen los radicalismos.
Al menos, mientras estemos metidos hasta el cuello en esa edad del pavo llamada adolescencia.