Un montón de estiércol
Columna de Salvador Gutiérrez
En el imaginario de un niño de la clase trabajadora de principios de los 80 ir a la Universidad era algo más que adquirir una pericia o algún tipo de habilidad profesional. Sí, era algo más. Era tener una visión lo más global posible del mundo y de la vida. Era poder abordar el mundo y sus circunstancias con una visión amplia, analítica y crítica. Era, precisamente, estar en el mundo con conocimiento de causa. De toda causa. Era saber de todo. Era tener curiosidad por todo. Era que nada, ni nadie, pudiera engañarte con facilidad -sobre todo los de arriba, los poderosos-. Luego, aquel niño llegó a la Universidad y se dio de bruces con la penosa y fría realidad: a la Universidad se iba para aprender una profesión y para poder encontrar un trabajo. Para nada más. Después, el niño -ya muchacho- fue descubriendo que las personas más cultas, las más curiosas, las más reflexivas, las más coherentes e, incluso, las más sabias que iba conociendo, o no habían pisado las (j)aulas universitarias o le habían dado un tiro de gracia al título antes de acabar la carrera. Más tarde, el muchacho leyó que Albert Einstein había dicho que las universidades eran como bellos montones de estiércol sobre los que, a veces, crecía una flor preciosa y que, en cierta ocasión, después de que una Universidad lo contratase para dar algunas clases, espetó lo que sigue: “Ahora también yo soy un miembro oficial del gremio de las putas”. Efectivamente, aquel joven necesitó poco tiempo en la Facultad para saber, no que estaba como Einstein en una casa de lenocinio -las mujeres de la vida tenían más clase que algunos profesores-, sino que estaba en un reino de trepas y fantoches. Intuyó, casi de inmediato, que aquel era un mundo demasiado cerrado, demasiado práctico y demasiado endogámico, donde el saber global, el gusto por la cultura en su sentido más amplio, importaba más bien un pimiento.
Aquel joven -a día de hoy, ya peinando canas- sigue pensando que, en la actualidad, la Universidad sirve para crear, sólo, a trabajadores. A especializada -pero simple- mano de obra. Con íntima sonrisa, humildad y comprensión ve a los jóvenes universitarios que dominan idiomas y manejan con soltura lenguajes de programación informática, creyéndose en la cúspide de la de sabiduría mundial. Sin embargo, esos jóvenes, sobradamente preparados, quizá no hayan leído un solo periódico en toda su vida, e irán por el mundo sin saber qué se cuece, de verdad, en sus adentros. Seguro que acabarán trabajando en alguna poderosa multinacional, con soberbios sueldos y envidiable estatus social, pero sin percatarse de que sólo serán los nuevos obreros del siglo XXI.
El niño que creía que la Universidad era algo más, sigue pensando que debiera haber una institución que sobrevuele por encima de los lugares donde se aprenden sólo técnicas y oficios y en los que se experimente el gusto por el saber con mayúsculas. Una Universidad por encima de la Universidad.
Aquel niño vería con muy buenos ojos la reciente noticia de que la asignatura de Filosofía vuelve a la ESO y al bachillerato. Quizá sean los niños que en el instituto vuelven a estudiar filosofía los que reivindiquen, algún día, que haya una Universidad de verdad. Quizá sean ellos los que la limpien de estiércol.