'España llora'

Columna de Segismundo Palma

Y este francotirador, que no ha disparado un solo tiro en seis meses, vuelve a esta humilde azotea. Vuelvo a apostarme y buscar mi próximo blanco. Y cuál es mi sorpresa cuando en el punto de mira aparece un rostro conocido: el mío. 

No puedo buscar una nueva víctima después de tanto tiempo sin asesinar a mi otro yo, y perdonadme queridos lectores, que hable abiertamente de mí. Pero siento que es lo más honesto por mi parte, porque éste que os escribe, no es el mismo francotirador que disparó la última vez. ¿Qué ha cambiado? Digámoslo abiertamente. La cercanía de la muerte. Sí. He estado cerca de ella. Tanto que su aliento pestilente me pareció acogedor por unos cobardes momentos. Resignado. Despierto en una duermevela tóxica y narcotizante, por un instante, casi me dejé abrazar por la guadaña que, con pertinaz incandescencia, ardía por todo mi cuerpo. Rogué. Hablé con Él. Le dije, casi tuve la osadía de recriminarle que no era mi momento. ¿Con cuarenta y dos años? ¿Esto qué puta broma es? Vomitaba mi rabia en un soliloquio interno, constante y voraz, como si cien mil termitas devoraran mis maltrechos órganos paralizados, armados con esa patología a lo Doctor House que me estaba consumiendo como una triste y sucia colilla: Síndrome de Dress, la llamaron los facultativos. “Dress, hijo de puta, ven pacá si tienes cojones”, pensaba, como un pendenciero borracho ante un enemigo brutal en una taberna clausurada. Fuera de lugar. 

Pensaba en mi mujer, mis hijos, mis hermanos, mi padre que me sobreviviría; en mi madre, por supuesto, que se fue hace años y que en esos momentos de flaqueza, pensé incluso que llegaría a ver pronto en una crisis alucinatoria dirían algunos, descreídos, en un impulso metafísico turbulento y profundo, desde lo más hondo de mi ser abisal. 
Y recordando la agonía de esos treinta días, ingresado en el hospital, buscando a mi víctima, en mi mira telescópica ha aparecido mi rostro para volarme la cabeza cuando he recordado los compases tarareados en mitad de la noche. La melodía de una marcha. ‘España llora’. Mi octogenario compañero de habitación, con el que compartía mi intimidad más bochornosa en la madrugada anónima de la habitación de un hospital, había sido saxofonista de la Banda Municipal de Vélez-Málaga, y en una de nuestras conversaciones noctámbulas de infusiones y Diazepam, me contó una historia. Ocurrió en Málaga. En una procesión extraordinaria a finales de los setenta. La banda de su pueblo, hoy, mi ciudad, desfilaba por calle Larios a los sones de esta marcha compuesta por Alejandro Contreras en 1912 en memoria de Canalejas, político conservador asesinado por un anarquista de nombre Pardiñas. Percibí en los ojos emocionados de mi anciano compañero la memoria viva de un recuerdo, viéndose desfilar por la capital, tocando su saxo con el público malagueño rendido bajo las clavijas de su dorado instrumento. Se incorporó de la cama y asió un saxo imaginario y comenzó a tararear, en una solfa perfecta, mágicamente, la melodía de la canción. El tiempo se detuvo ahí. Mi enfermedad, lo sé, murió ahí. Cuando sentí la vida plena de este señor siendo recordada por él mismo. Y sentí envidia. Y volvió la rabia, pero era ahora un terremoto regenerador. Yo quiero tener ochenta años y tararearle a alguien, orgulloso de mi longeva vida, mi canción. Mi melodía. Y la vida impactó en mí de nuevo. A cada nota, un impulso trascendental y exhuberante me regocijaba. La música se apoderó de la estancia y nos envolvió en unos minutos inexplicables. Y llorosos ambos, desconocidos, nos escrutábamos. Y lo comprendimos. Uno por lo mucho que había vivido y recordaba y otro por lo poco que había sufrido y anhelaba. Al terminar la última nota y disiparse ésta por su trémula garganta, apagamos la luz en solemne silencio. “Buenas noches, vecino”, le dije. “Buenas noches, joven”, me contestó. Silencio. Pero era éste luminoso y lleno de esperanza. Supe en ese momento que la guadaña se había ido. La música me salvó la vida. 

Miro a mi otro yo, el de antes, en mi mira, apunto a su corazón. Él ya no soy yo.

Debe morir. Por eso me disparo delante de todos vosotros. 

¡PUM!