A sus majestades los Reyes Magos
Columna de José Marcelo
“Por el cinco de enero, /cada enero ponía /mi calzado cabrero / a la ventana fría. / […] Me vistió la pobreza, / me lamió el cuerpo el río / y del pie a la cabeza /pasto fui del rocío. […] Y al andar la alborada/ removiendo las huertas, /mis albarcas sin nada, / mis albarcas desiertas”.
Estos versos pertenecen al poema Las albarcas desiertas del poeta Miguel Hernández, dedicado a la festividad de la Epifanía, seis de enero. Imagino a ese niño ilusionado que pone su calzado en la ventana, espera que la magia de los Reyes Magos le traiga un regalo. Ese regalo que le haga brotar una hermosa sonrisa. Pero la pobreza es un muro que le golpea fieramente, y le hace sentir la cruel realidad.
Hay razones de corazón para escribir una carta a los Reyes Magos. La primera es la magia, para mantener vivo el auténtico espíritu que trasmite la Navidad: ese renacer, el mensaje universal de manifestación de amor. Esto último, tristemente, se confunde con colmar de regalos a los niños; perdidos ellos en la vorágine propagandística. Cuando el mejor regalo que los niños agradecen es el tiempo que les dedican, también hacerles sentir lo importante que son ellos para sus padres. Por otra parte, es necesario que los padres enseñen a los hijos el valor de las cosas y el esfuerzo con que se consiguen.
La segunda razón es emocional. Es una fiesta pensada para la infancia, pero hay que hacerla extensible a todos. Especialmente a los abuelos para que no padezcan del peor mal: la soledad. Que sean aceptados e integrados en la familia y vuelvan a recuperar su estatus de patriarcas. Porque ellos necesitan sentir que forman parte de la sociedad y de su entorno cercano.
La tercera razón tiene carácter social y muestra la cara más horrible, la de los excluidos y marginados. Porque como el periodista y escritor uruguayo Eduardo Galeano dice: “Nunca el mundo ha sido tan desigual en las oportunidades que brinda, pero tampoco ha sido nunca tan igualador en las ideas y las costumbres que impone. En el mundo sin alma que se nos obliga a aceptar como único mundo posible, no hay pueblos, sino mercados”.
En este mundo actual que nos describe Eduardo Galeano, el pobre lo que pide es trabajo que le dignifique. Porque no es cuestión de pobreza sentirse excluido socialmente, sino cuestión de en qué medida se tiene o no un lugar en la sociedad, marcar la distancia entre los que participan en su dinámica y se benefician de ella, y los que son excluidos e ignorados fruto de la misma dinámica social. Entendiendo la pobreza como la necesidad de cubrir por medio del trabajo lo necesario para vivir: alimentos, ropa, vivienda, educación, sanidad… Ello implica formar parte de la pirámide social.
En este modelo de sociedad mercantil se da también lo que la Comisión Europea define como exclusión financiera: “El proceso por el cual la gente encuentra dificultades en el acceso al uso de servicios y productos financieros en el mercado general, que sean apropiados a sus necesidades y les permitan llevar una vida social normal en la sociedad a la que pertenecen”.
La reciente crisis ha demostrado que el mercado financiero es imperfecto, que las consecuencias sociales son muy graves. Este modelo de sociedad ha derivado también a otros tipos de exclusiones como la energética y la laboral.
En este panorama que se presenta, las razones para escribir a los Reyes Magos están justificadas. Habría que pedirles como regalo un curso de magia, para aprender a moverse en este laberíntico mundo cargado de sinsentidos y contrariedades. Un mundo global, que nos ofrece la comunicación en todo nuestro planeta Tierra. Que se contradice, cuando levanta fronteras creando sistemas económicos totalitarios.