La alegría del agua

¡Ay!, ese elemento tan escurridizo, inquilino de nubes, capaz de mutar en niebla o hielo, ese milagro químico que  sorprende las madrugadas con su huella  fresca,  ese repiqueteo que llama a los cristales, que resuena y brilla a nuestro alrededor y hace que nos asomemos con una sonrisa a las ventanas o que salgamos a la calle como colegiales, jugando a mojarnos y no mojarnos, a pisar charcos, a meternos en el café si es que arrecia, esa alegría es el agua. Pura vida. Vivimos en el planeta del agua, aunque se llame Tierra

Si damos un paseo por la mitología grecolatina, vemos cómo las ninfas habitaban fuentes, ríos y lagos, el mar tenía su propia deidad, y Afrodita, la diosa del amor,  surgió de entre las olas. Y es que el hombre antiguo tenía con el agua una relación de respeto y veneración. Hay unos versos de Hesíodo pertenecientes a su poema Trabajos y días que dice: “El que pasa un río sin purificar sus faltas ni lavar sus manos, a este le aborrecen los dioses”.  Esto lo escribía el poeta allá por el año 700 a.C.

Mucho ha llovido desde entonces, desde luego, pero no es hasta hace relativamente poco, cuando la humanidad ha parecido perder todo contacto y respeto con su entorno. Así, un paseo a orillas de un río, un paseo sosegado, tranquilo, en el que podamos escuchar lo que nos dice el agua en su fluir o los sonidos de los animales que a nuestro alrededor se cobijan, es casi un imposible. Hoy muchos ríos no llevan agua, y donde hay alguno lo convierten en  reclamo turístico. Y allá que irán, por millares, con sus bolsas de plástico, sus cremas pro­tectoras, sus latas o botellas que dejarán sembradas por el lugar. Decían que por donde pasaba Atila no volvía a crecer la hierba. Algo parecido ocurre con esos parajes.

Tenemos el ejemplo del río Chíllar. Este pasado agosto cerraron su acceso por las altas temperaturas y la cantidad de visitantes diarios. Asociaciones ecologistas ya venían denunciando el deterioro y la pérdida de biodiversidad del río, así como la gran cantidad de basura que se acumula en el mismo por causa de estas visitas: beneficios generados por el turismo masivo.

Por otra parte, leía hace poco que aparecieron cientos de peces muertos entre el Genal y el Guadiaro por las extracciones de agua y el corte en el curso de estos ríos para riego de frutos tropicales.

Miramos al cielo, las borrascas pasan casi de largo, nuestro pantano está prácticamente muerto y los recortes de agua de consumo van a mayores. Los agricultores necesitan agua, los jardines necesitan agua, las casas y las calles necesitan agua. Todos necesitamos agua. Pero… ¿qué hemos hecho con el agua, con la poca que teníamos, a sabiendas de que estamos en un periodo de sequía crítico? Al  parecer, poner el pie en el freno no es la opción de nadie. El dinero manda. Lástima que no pueda beberse.

Necesitamos el agua, pero esta necesidad que, como otras, compartimos con el resto de los seres vivos, la hemos convertido en codicia y voracidad. La codicia de quienes nunca tienen suficientes beneficios. No hay techo para el crecimiento económico, aunque esto implique el expolio del entorno. La voracidad de quienes piensan que todo es consumible y todo desechable, desde unas zapatillas, un monumento histórico, o un río, que ingerirán al ritmo del clic sin que el asombro tenga tiempo de instalarse en sus retinas.

Sándor Marai, allá en los años cuarenta del pasado siglo, pensaba que, tal como iba la humanidad, acabaríamos en un totalitarismo invisible: el que ejerce el sistema de producción masificado y pensado para las masas.  Aquí, incluyo al turismo.

Más que la sequía o las posibles inundaciones, los males que aquejan a nuestra civilización son estos: codicia y voracidad. No es de extrañar que pocos sientan la alegría del agua.