Paraíso inhabitado

Miro a ese niño, casi un bebé, plenamente entregado al ‘juguete’ que lleva en sus manos. La mamá empuja la sillita con la derecha, en la izquierda el móvil, apéndice electrónico, con el que mantiene una conversación a voces. Es difícil no enterarse de eso que se supone conversación privada.

Un  desnivel en la acera, y ¡zas!, lo que el niño lleva cae al suelo y se rompe. No sé qué fue peor, el grito de la madre o el llanto desconsolado del pequeño. Para callarlo,  la mamá acaba la conversación y le ofrece su móvil al chiquillo. 

—¡A ver qué haces con éste! -le dice, acelerando el paso.

Esta es una de las muchas escenas callejeras a las que asisto accidentalmente, sin proponérmelo ni haber sacado entradas para el espectáculo.

Me pregunto qué hace un bebé con un móvil entre las manos, e inmediatamente pienso en esos niños  que, como esclavos, trabajan en las minas de coltán, uno de los minerales necesarios para que teléfonos móviles y ordenadores funcionen. Estos menores, según UNICEF unos 40.000, hacen jornadas de más de doce horas diarias sometidos a condiciones durísimas. La gran mayoría de esas minas están en ma­nos de grupos armados, en los que suelen abundar niños soldado y niñas prostituidas. No es de extrañar que en lugares donde los niveles de violencia son tan aterradores, y la muerte, la miseria y el hambre son  compañeras de las horas, se produzcan desplazamientos masivos. ¡Qué se le va a hacer! Lo último que se pierde es la esperanza, y la esperanza crece como masa madre si el medio se calienta. Cuando se está en el infierno, sólo quieres salir de él, aunque para ello tengas que embarcarte en una travesía a vida o muerte. Es lo que tiene la esperanza, es lo que tienen los sueños, son tan poderosos que te lo juegas todo a una carta.

La vergüenza es que una vez en esta orilla, la Europa que ha esquilmado al continente africano niegue la entrada a estos emigrantes o, si son menores no acompañados, los conviertan en objeto de regateo político. Como si no fuera ya suficientemente dolorosa la experiencia vivida.

En fin, amigos, la calle da mucho de sí, una ve a un chiquillo, casi un bebé con un teléfono móvil en las manos y se le desata la cabeza. El lado irónico es  que en este mundo nuestro, esas pantallitas a las que no damos importancia, acaben siendo ventanas por donde entran los monstruos que devoran la inocencia de nuestras criaturas.

Recientemente saqué de la biblioteca Paraíso inhabitado, de Ana María Matute. En ella se nos narra un corto espacio de tiempo en la vida de una niña. El paso del entorno familiar al colegio y los problemas de adaptación que esto le supone. Es una niña inteligente y curiosa, como curiosa es la infancia. Una niña que se esconde  para tener acceso a esos rumores de adultos que dicen y cuentan cosas extraordinarias y raras a la vez. Paraíso inhabitado nos conduce a la infancia, nos la muestra con toda su ingenuidad, toda su pureza y toda su inquietud. Nos habla de la importancia del amor, de la palabra, del contacto entre padres e hijos. Si los padres están demasiado ocupados, los niños los suplirán por otros adultos; en el mejor de los casos, los abuelos o mayores cercanos. En el peor, por una pantalla y con personas desconocidas.

La infancia es un periodo demasiado corto. No  lo acortemos más aún. Demos abrazos, juego, educación, buenos ejemplos y compañía a nuestros hijos; y pensemos siempre que todo niño, sea andaluz, catalán o congoleño, necesita de esa infancia, de ese periodo, de ese paraíso. Un paraíso habitado por la bondad, por el amor y la seguridad. Un lugar al que los monstruos no tengan acceso.