Un pueblo cualquiera

Imagínense un pueblo a orillas del Mediterráneo. Un pueblo que guarda vestigios de civilizaciones remotas. Un pueblo que cuida como un tesoro la impronta arquitectónica, civil y religiosa, que ha ido albergando a lo largo de su historia.

Tiene sus plazas emblemáticas, pequeños vergeles con floresta de lo más variada. Allá, el parterre de rosales, la pequeña galería donde tantos besos y te quiero se funden con los pétalos abiertos a la noche; allá, los macizos de heliotropos, las buganvillas, los jazmines… 

Tiene un parque guardado por ficus centenarios que es una alegría, un guiño romántico donde deshojar la margarita del me quiere en una de sus floridas glorietas, o pasear hilvanando pensamientos, flanqueados por el esplendor de unos  árboles cuyas ramas parecen querer abrazarse.

Pero subamos hacia arriba, hacia esa plaza que nos presenta las murallas de la historia más antigua del pueblo y que alberga una iglesia, donde a ratos, alguna que otra alma se refugia a pensar, o a diseccionar sus penas.

Es un lugar en el que crecen hermosos los naranjos, un conjunto arbolado que anticipa la llegada de la primavera lanzando al aire el aroma de sus flores, caricia balsámica para corazones heridos y hechizo blanco para los enamorados. No faltan los bancos en los que sentarse a charlar un rato mientras se disfruta de la recachita en invierno y de la sombra en verano, porque, además de los naranjos, el consistorio, amante y defensor de la naturaleza, tuvo a bien poblar con otras especies esta plaza, propiciando así un lugar para el disfrute de los vecinos. Apenas a unos metros más abajo, tenemos un monumento al agua. Al anochecer, el murmullo líquido bisbisea canciones al oído de cualquier muchacho o muchacha que allí se detiene. Si seguimos el canto de la fuente oiremos el bullicio de los pequeños comercios. Tiendas de cercanía donde encontrar todo lo necesario.

Pero dejemos eso y subamos hacia arriba, por esa entrada coronada por un camarín, refugio y esperanza de aquellos que se sienten desamparados.

Ascendemos por este barrio. Por sus callejuelas cuidadas y pulcras, las fachadas blancas de las casas se adornan con geranios, clavelinas, helechos y pilistras que parecen querer aprisionar todo el verde para ellas solas. Allí está la casa de Miguiña, un cantor del pueblo, de esos que crecen casi por generación espontánea, sin libreta ni apuntes. Hoy taller de trovadores. La casa del hojalatero, otro lugar emblemático. También con la hojalata se puede hacer obras de arte. La casa  del cante, la de los bordadores, alfareros, pintores…

Un museo viviente en el que el ayer y el hoy se abrazan en el laberinto de sus calles, y en el que alguna que otra taberna, tan necesaria para el cuerpo y el alma, invita a degustar de los vinos de esta tierra y algunas tiendecitas ofrecen a vecinos y visitantes los productos propios del lugar.

Y arriba del todo, otra iglesia, que junto a la alcazaba, dan testimonio de los avatares históricos.

Pues bien, este pueblo arbolado y alegre,  amante de su historia, de la grande y de la pequeña, amante de la naturaleza, conocedor y defensor de su entorno ambiental y de su pa­­­trimonio cultural, existe de veras.

Es un pueblo cualquiera, una estampa mimada por la imaginación y por el latido del corazón. Una breve pincelada de amor en esta tarde primaveral cuando, libro en mano, el marcapáginas se me ha deslizado por el resquicio de la utopía.