La vida color de rosa

La vida nos depara momentos para todo. Hasta en esos instantes que consideramos vacíos y que transcurren en pura monotonía, cuando menos te lo esperas, salta la liebre y ¡zas! te topas con algo que no esperabas.

Esa sorpresa agradable, o ese inconveniente que te sale al paso, puede  ser más o menos duradero, pero nunca eterno, entendiendo por eternidad el viaje por este territorio, que es lo que conocemos por mundo. 

Son las casualidades o causalidades, las chispas que prenden y nos hacen sentir el calor de nuestra propio cuerpo; el asombro, también la rabia o la impotencia si con ese salto de la liebre nuestra cotidianidad se ve empujada a algunos de los abismos que el terreno abre ante nuestros pies.

No, la vida no es de color de rosa, aunque parece que hubiera un interés desmesurado por hacérnosla parecer, como si al alcance de cada uno de nosotros se desplegara un escenario de empalagosa textura.

La vida no es de color de rosa. La humanidad viene demostrando con pertinaz insistencia, desde el momento en el que el más peludo de nuestros antepasados cogió un palo o una piedra, que lo que más le gusta es el rojo sangre o el negro carbón. Y, sálvese quien pueda.  Pero entre palo y palo, entre guerra y guerra, entre el olor a sangre inocente derramada, se encienden las luces de la eterna fiesta para que podamos sentirnos libres y en paz en este rincón del mundo en el que hemos tenido la dicha de nacer. Es cierto que gran parte de nuestros jóvenes no tienen ni para comprar ni para alquilar casas y que la precariedad está detrás de muchas puertas, pero a cambio, tenemos celebraciones para todos los gustos. Inmersos en este enorme parque de atracciones, no salimos de una cuando ya estamos en otra a velocidad de vértigo. Gira la noria entre grititos histéricos, risas y chuflas, bullas y jaleos, de esta gran feria que ocupa todas las estaciones del año y en la que toda clase de celebraciones y rituales tienen cabida.

Creo que el mundo se divide entre aquellos a los que se oferta la vida como una gran fiesta al aire libre y los que se hacinan, enferman y mueren, también al aire libre, entre bombardeos, catástrofes naturales, hambre, campos de refugiados, o entre cartones en la puerta de algún banco o de alguna iglesia.

Ahora que digo banco, se me viene a la cabeza esa iniciativa llevada a cabo por Worldcoin (ahora bloqueada en España): la creación de un banco de datos biométricos que obtienen escaneando el iris de los que se presten a cambio de criptomonedas. Visto lo visto, y en una sociedad regida por  el mercadeo, todo es susceptible de comprarse y de venderse sin que a nadie le tiemblen las pestañas.
 El iris, ese círculo coloreado del ojo, en el que los amantes se sumergen con deleite, único para cada persona, ofrece, al parecer, muchísima más información de la que imaginamos. Vamos, que vender tu iris es como vender tu alma al diablo, y ya sabemos -leyendas y obras literarias no faltan- cómo acaban este tipo de tratos.

Pero no quiero despedirme nombrando al maligno. La fiesta continúa en este parque temático y está al alcance de todos, o eso parece.

Hay un poema del  bonaerense Raúl González Tuñón en el que se repite una estrofa que me encanta. Ahí va:

“El dolor mata, amigo, la vida es dura, / y ya que usted no tiene hogar ni esposa / si quiere ver la vida color de rosa / eche veinte centavos en la ranura”.