El cuento de nunca acabar

Artículo de Jesús Aranda

Érase una vez un país mo­no­color, donde no había de­masiadas alegrías y no sa­lía para todos el sol; donde mandaba un señor bajito con muy mal humor, que era caudillo de España por la gracia de Dios. La gente, resignada, parecía aceptar esa situación pero, en el fondo, anhelaban salir del gris oscuro y tener una vida mejor.

Fueron casi cuarenta años de penurias, falta de libertades y sumisión, con pocas maneras de evadirse y una utilización interesada de la religión. Casi todo era pecado, estaba mal visto y era una transgresión. 

-¡Ay!, pensaban muchos, esto es un valle de lágrimas, pero, si somos buenos, en el cielo encontraremos la salvación.

Así pasaba el tiempo, con pocas esperanzas y con la mujer sometida al varón y con todos los niños en la escuela cantando el Cara al Sol. A muchos les parecía un espejismo, una mera ilusión, soñar que la situación cambiaría algún día, pero ese señor bajito, de cuyo nombre no quiero acordarme, lo había dejado todo atado y bien atado, y propuso como sucesor a título de Rey a un príncipe de apellido Borbón.

Ese principito prestó juramento de lealtad al jefe del Estado y su régimen, aunque tras la muerte del dictador (sí, el señor bajito era un dictador) expresó las ideas de restablecer la democracia y ser el rey de todos sin excepción, asegurando su puesto de trabajo en la llamada Transición. Así, parece darle la razón a quienes piensan que los Borbones siempre han hecho gala de una cualidad que nadie les puede negar: cuando el futuro es dudoso, están siempre con el poder, asegurándose, además, una inmunidad que lo único que ha conseguido es que campara a sus anchas sin dar ninguna explicación. 

Y en eso, tras muchos años, se murió aquel señor, dejando un país atrasado, desorientado y dividido en dos. Unos querían que nada cambiara y otros deseaban un futuro mejor, sin tutelas reaccionarias, nacionalcatolicismo, ni represión. Así, parecía que la apertura al mundo, el respeto de los derechos humanos, la libertad (la auténtica libertad, no la de irse a tomar cañas y no encontrarse con un ex) y la dignidad de los pueblos y ciudadanos de este país estaban a la vuelta de la esquina, pero había que conquistarla.

Con la legalización de los partidos políticos y la aprobación de la Constitución, parecía que todo iría a mejor, y aunque algunos quisieron monopolizar los méritos del cambio, fue el clamor de la calle y la lucha por la democracia de miles de ciudadanos anónimos los que hicieron ese camino, andando “golpe a golpe, verso a ver­so”, que diría el cantor.

Y vaya que hubo golpes: la violencia extrema de unos ETAterrestres, la avaricia de los que se negaban a dejar sus privilegios, la ruindad de quienes mantenían a toda costa sus ideas retrógradas y su inmovilismo avieso, la lucha por los derechos humanos, la desmemoria histórica, la precariedad de los más desfavorecidos y la falta de sentido del humor. Por haber, hubo hasta un golpe de estado en el que el príncipe, ya rey, se aseguró su permanencia en el puesto al condenarlo. Como diría el escritor Francisco Umbral: “Él nos ha salvado, él ha salvado la democracia, él se ha salvado a sí mismo”.

La derrota de ese golpe tuvo la virtud de consolidar formalmente el sistema de la Transición, aunque al precio de realizar un giro conservador aceptado por todos los partidos políticos que no fueron lo suficientemente valientes para culminar un proceso de ruptura clara con el régimen anterior y abrir un tiempo nuevo de progreso y modernización. Eso y la trayectoria actual de la mayoría de los partidos, da qué pensar y le hace a uno cuestionarse si de verdad nuestros políticos lo que desean es el bien común de todos los ciudadanos o solamente el suyo personal, el bien de su partido, el ganar a toda costa y satisfacer su ansia de poder con todos sus privilegios.

La falta de consenso y de responsabilidad política es la tónica dominante que está impidiendo las reformas necesarias y urgentes que vienen reclamando amplios sectores de la población. Además, esa indigencia intelectual de muchos políticos y los hiperliderazgos que impiden el debate interno y la disensión, son aún más lamentables, porque estamos precisamente en un momento en que ese vacío y esa ausencia de los partidos de la vida real de los españoles puede ser peligrosa desde un punto de vista democrático. 

España, sin lugar a dudas, quiere ser multicolor y tener una democracia representativa de verdad, transparente y que fomente la participación ciudadana, dejando atrás el eterno enfrentamiento partidario, el desprecio de la ciencia y la investigación, un sistema educativo trasnochado y no compartir sus símbolos salvo cuando Iniesta metió ese gol.

Parece que la historia está condenada a repetirse, la de un país que pudo, pero que no supo ser mejor, aunque alguno se corte la coleta y otros sigan echando de menos a ese señor bajito y mandón. Porque cuando los españoles actuamos divididos perdemos todos y otros se aprovechan de nuestro error, siendo España el único país del mundo donde el mayor enemigo de un compatriota ha sido normalmente otro español. Así nos va.

Y colorín, colorado, este cuento no ha acabado, porque es el cuento de nunca acabar.