El mono y el tigre
Estoy llegando a un punto en que me cansa, me satura, me descorazona, tener que discutir con alguien sobre asuntos que deberían estar claros y que no necesitan la menor argumentación, independientemente de que por motivos ideológicos, religiosos, económicos o de cualquier otra índole, no nos guste lo que, de entrada, parece evidente.
Es como en aquel cuento en el que un mono y un tigre discutían sobre si la hierba era verde o azul. El mono insistía en que era azul y el tigre, al contrario y conforme a la evidencia, insistía en que era verde. Como la disputa se iba acalorando, decidieron ir a ver al león, el rey de la selva, para que dirimiera quién tenía razón e impartiera justicia. El león, tras escuchar a los dos contendientes, terminó dándole la razón al mono y castigando con cuatro meses sin hablar al tigre. El simio se fue muy contento y el tigre, contrariado, espetó al rey león: “¿Pero cómo le has dado la razón al mono y me has condenado a mí, si sabes que la hierba es verde?”. El rey, sin apenas inmutarse, le contestó: “Ante algo tan evidente, no merece la pena ni el esfuerzo discutir con nadie que es incapaz de entenderlo o aceptarlo y tú, que eres un animal noble e inteligente deberías saberlo. Por eso te he condenado, para que no malgastes más tu tiempo ni tu esfuerzo con quienes no quieran o no sepan escuchar y se aferran a la sinrazón por no dar su brazo a torcer”.
Con el auge y la proliferación de las redes sociales y algunos medios de (des)información, cualquiera puede decir lo que quiera sin ningún tipo de filtro y nos tragamos noticias falsas, engaños, fraudes y mentiras casi sin darnos cuenta, a menos que estemos alertados y lo suficientemente preparados para no caer en el bulo fácil ni en la manipulación mediática que abunda en la actualidad. Estamos asistiendo, de hecho, a un incremento de la desinformación, que consigue que muchas personas se crean lo primero que oyen o leen, cayendo en una especie de alienación, consentida o no, en la que una especie de adoración a las nuevas tecnologías y a la información de quita y pon, deshace su capacidad de pensar.
Esto no lo digo yo, lo vaticinaba ya el escritor y filósofo británico Aldous Huxley en su famosa novela Un mundo feliz, publicada por primera vez en 1932. De hecho, el término posverdad se ha puesto de moda y muchas personas, incluidos dirigentes políticos o aspirantes a serlo, hacen uso de ella sin el más mínimo reparo, consiguiendo así envenenar el sentido que deberían tener las palabras, llevando por bandera la deshonestidad intelectual. Triste.
No hace mucho vi una viñeta en un periódico de tirada nacional que reflejaba muy bien parte de lo que estamos diciendo. Aparecía un señor viendo la televisión que le decía a su señora: “¿Pero cómo no va a ser verdad lo que dice la tele si es lo que yo pienso?”. Descorazonador. Y, como me ha enseñado la experiencia de la vida, ya he aprendido a no discutir con quien se cree sus propias mentiras. De hecho, a partir de ahora, antes de discutir con alguien me voy a preguntar si esa persona es lo suficientemente madura mentalmente para comprender el concepto de una perspectiva diferente, si tiene su mente lo suficientemente abierta para poder entender posturas distintas a la suya. El problema es que no escuchamos para comprender, sino para responder.
Me está pasando como al gran José Saramago, que decía que había aprendido a no intentar convencer a nadie, porque además del esfuerzo mental que supone, muchas veces inútil, el trabajo de convencer se puede considerar como una falta de respeto, un intento de colonización del otro, y ya no estamos para eso. Que cada uno se convenza de lo que quiera.
La adquisición de un pensamiento crítico, el tener la capacidad de saber discernir si algo es, o puede ser, verdad o no, debería estar al alcance de todos y tendría que enseñarse en las escuelas y universidades de este país. Pensar diferente nos debería unir en vez de separarnos y nos ayudaría a avanzar si, como se hace en el ámbito científico, personas que defienden tesis distintas se escuchan, se respetan, prueban, fallan, reculan, reinventan, experimentan y, a la postre, avanzan. Así ha progresado la humanidad.
El escritor norteamericano Truman Capote decía que “siempre hacen más ruido las latas vacías que las llenas. Lo mismo ocurre con los cerebros”. De hecho, hoy hay más ruido que palabras sensatas y honestas, y parece que quien más grita tiene más razón, pero no. Hablar para comunicarnos contribuye a nuestra calidad de vida; hacerlo con honestidad es bueno para el ánimo y el corazón y debería ser una práctica más extendida, con los populismos y extremismos al acecho. Por eso, evitemos convertirnos en tigres y huyamos de los monos.