El patio de mi casa
Recuerdo muy bien cuando era pequeño y, en mi casa y en el colegio, mis padres y mis maestros se afanaban en transmitirnos a los niños de mi época la importancia de no tirar papeles al suelo, de no maltratar las fachadas de los edificios, de respetar el mobiliario urbano, de no hacer, en definitiva, cosas que molestasen a los demás o que socavaran el patrimonio de todos: desde los bancos de los parques hasta los senderos que caminábamos, en una época donde la jungla del asfalto todavía no se había adueñado de nuestras vidas y los barrios de las ciudades tenían el campo más cerca.
Así conjugábamos de buena manera el cuidado de nuestro hogar con el cuidado de nuestro entorno y, aunque había desalmados y maleducados que se saltaban esa regla de convivencia básica, los niños que hacíamos caso a nuestros padres y educadores intentábamos respetar lo nuestro y lo de todos.
Con la evolución de la sociedad y la apertura que supuso la transición política y la llegada de la democracia, la figura del Estado, de las distintas administraciones, las sentíamos más cercanas, más preocupadas por satisfacer las demandas y anhelos de los ciudadanos, tras la época gris, si no negra, de una dictadura que nos tenía maniatados y sin derecho a reclamar nada. Pero ese espejismo de las administraciones ha durado poco.
Se ha creado un monstruo burocrático, con duplicidad de funciones, organismos y entes públicos, una maraña de gobiernos locales, mancomunados, provinciales, autonómicos, central y europeo, que ya no sabe uno a donde dirigirse y a quién corresponde cuidar lo de todos. Y nos hemos ido alejando del concepto de ‘la cosa pública’, de lo que nos pertenece a todos y también nos corresponde, por ello, cuidar.
Se ha instalado una especie de barrera entre la administración y los administrados, entre los políticos y los ciudadanos. En todos los niveles de la Administración estamos asistiendo a un alejamiento gradual y progresivo entre unos y otros, entre la política y la vida real. Estamos perdiendo la confianza en esa maraña administrativa y asistimos perplejos a un politiqueo barato, de escaso nivel, alejado del interés general y empeñado, casi exclusivamente, en alcanzar o mantener el poder y todas sus prebendas.
Y todo ello nos conduce a la apatía y el hartazgo que produce en nosotros la polarización existente, los continuos enfrentamientos entre los políticos, los insultos, el ruido, la manipulación informativa, las corruptelas y un desasosiego que nos está conduciendo a que nos encerremos en nuestro mundo particular, que nos centremos exclusivamente en nuestros asuntos y que el bien o el interés general, nos la traiga al pairo.
Por todo ello, solo cuidamos lo privado porque es nuestro, lo consideramos inviolable, como nuestra intimidad. Sin embargo, a lo público lo consideramos ajeno, parte de algo que sentimos lejano, ajeno, de una Administración en la que no confiamos demasiado y que parece que va a su interés, no al nuestro, manejada además por políticos y por funcionarios que a muchos les parece que no trabajan lo suficiente y que llevan años disgustándonos. Como en una viñeta de El Roto en la que un funcionario de un ministerio pregunta: “Sr. ministro, tenemos un grave problema con los plásticos, ¿qué hacemos? A lo que el ministro responde: “Nada, pero rápido”.
Este país, maleducado como algunos niños de mi infancia, cree que lo suyo es inviolable, pero viola lo público. Ahora ya hemos visto lo que ha pasado con el dinero público (¿o privado?) en muchas instituciones del Estado… que disponían de él como si les perteneciera, como si se lo hubieran ganado por méritos propios. Y es vergonzoso y hace que uno se sonroje porque muestra el poco respeto que algunas señoras y señores políticos tienen por lo de otros, por lo de todos.
Y así estamos llegando a un caos, que si bien es necesario en casi todas las facetas del arte, en política está relacionado con la decadencia del lenguaje y de los procedimientos democráticos. Cuando el lenguaje se vuelve ambiguo, manipulador o se distorsiona, la confianza en las instituciones y en los líderes disminuye. La palabra está perdiendo su verdadero sentido, la honestidad intelectual brilla por su ausencia y la democracia, que se basa en procesos transparentes, representatividad real y la participación activa de los ciudadanos, se resiente. Este caos puede socavar esos principios fundamentales y hacer que nos encerremos en nuestro patio que, cuando llueve, no se moja mucho, solo la mitad, porque es particular.