La conciencia

He decidido ser bueno por voluntad propia, sin el soborno del cielo ni buscando la complacencia ajena. 

Mi premio es mi propia satisfacción y ver la vida en positivo. Hacer el bien cuesta casi el mismo trabajo, si no menos, que hacer el mal. Además, la bondad es cardiosaludable y no tiene ninguna contraindicación. Tampoco creo en el pecado, sino en su perdón, si es que alguien nos lo puede dar. Por eso, quienes cometamos errores en alguna ocasión o nos salgamos de la linde del respeto, los derechos y la libertad de los demás, deberíamos tener en nosotros mismos al fiscal más riguroso y exigente. Si no somos capaces de reconocer que algo lo hemos hecho mal, difícilmente nada ni nadie nos podrán absolver. Creo que algunos a eso lo llaman conciencia, ese conocimiento del bien y del mal que nos permite enjuiciar mo­ralmente la realidad y los actos, especialmente los propios. Una especie de sentido moral o ético propios que todo el mundo debería tener. Pero me asombra y desconsuela comprobar como hay algunas personas que, sin el más mínimo rubor, vulneran esas lindes antes citadas y mienten a sabiendas o cometen actos que van en contra de los derechos y del bienestar ajeno. 

Cuando era pequeño, debido a mi educación y a mi formación en los valores del humanismo cristiano, me llamaba mu­cho la atención el hecho de ver có­mo había niños gamberros que se metían con los demás, que mal respondían a sus pa­dres y que, incluso, cometían al­gunos pe­queños delitos. No po­día entender que su escala de va­lores vulnerara la de los demás y que se sintieran o parecieran sentirse tan tranquilos, a pesar del rictus de insatisfacción o del desabrimiento que, en muchos casos, expresaban sus gestos y la expresión de su cara.

“Haz el bien y no mires a quien” es un proverbio o refrán popular que resalta la importancia de ser generosos de manera desinteresada, ensalzando las buenas obras hacia los demás porque, muchas veces, la vida se encarga de retribuir la bondad dada. “To er mundo e güeno” es un dicho que parece muy andalú, pero que no sé si viene de la famosa película del mismo nombre que dirigiera en 1982 Manuel Summers, donde la llamada “gente de a pie”, el pueblo llano, los españoles corrientes, tomados de uno en uno y puestos ante situaciones extrañas, incómodas, lastimosas o surrealistas de otros congéneres, en el espacio público y frente a ojos ajenos mediante cámara oculta, reaccionaban con una sencillez, una humanidad y una empatía con­movedoras, difícilmente ima­ginable en los tiempos que corren.

Estoy seguro de que la gente ahora se mostraría más recelosa que en la película de Summers. Y puede que sea así porque nos estamos abonando lentamente a la desconfianza, al individualismo, al “ande yo caliente, ríase la gente”. Para algunos, no aprovecharse de una situación ventajosa aunque otro puede salir perjudicado es ser gilipuertas. Prima el egoísmo, el yo y el mí, mío más que nunca. Y así nos quieren algunos, egoístas y separados para que cunda el miedo y nos dividan, para que puedan ellos vencer. Y vencen porque nos están haciendo más malos. Por eso debemos estar prevenidos, porque es muy fácil caer en los discursos del odio y del enfrentamiento con los que no piensan o son como nosotros.

Es curioso también cómo, en muchas ocasiones, tener unas creencias religiosas determinadas o parecer buenos “de cara a la galería”, no garantiza el hecho de tener una buena conciencia y actuar en consecuencia. Por ello, si somos de los que pensamos que es mejor hacer el bien que el mal, que no merece la pena estar cabreado con el mundo y que es importante que se respeten los derechos de todos, miremos a nuestro interior, con honestidad, con verdad y sin temor. Seamos conscientes de que no vivimos solos y de que lo que hoy me pasa a mí, mañana te puede pasar a ti.

No quiero parecer un filósofo pan­fletario ni un sermoneador autoindulgente, pero tengo la ma­la costumbre de seguir ha­cién­dome preguntas que, aunque no esté de moda, hace sentirme mejor conmigo mismo. Y mu­chas veces, las distintas respuestas están dentro de nosotros. Sería un buen ejercicio pa­ra todos intentar buscarlas y es­toy seguro de que la vida nos iría mucho mejor. Si somos ca­paces de escuchar la voz profunda de nuestra conciencia, tanto a nivel individual como colectivo, no nos faltará esa guía de conducta que todos necesitamos.