'Los sin cuna'

Artículo de José Marcelo

Hay almas errantes que nacen en ‘tierra de nadie’, o en alta mar… Que buscan un horizonte que no alcanzan. Que son arrojados a la vida y, cuando abren sus ojos, ven un mundo que les es extraño. Son ellos, los desheredados, ‘los sin cuna’.

Hoy, más que nunca, se llena el almanaque de celebraciones: ‘Día de La Paz’, ‘Día del Trabajo’, ‘Día de La Mujer’, ‘Día de la Justicia Social’… El ser humano tiene esa necesidad de dar sentido a la vida. Esta necesidad vital le hace tender a ser sociable, a buscar la protección de la comunidad, la cual nos une cuando compartimos una misma  cultura, una misma historia y, sobre todo, lo afectivo. Hablo de la ‘Patria Chica’, ese lugar en el que se nace y forma parte de nuestras entrañas. ¡Qué grandeza de espíritu tiene este sentimiento patriótico cuando se hace universal! 

Hay que practicar un patriotismo constitucional tal como lo concibe el politólogo alemán Dolf Sternberger y el filósofo Jürgen Habermas, que no se remite en primera instancia a una historia o a un origen étnico común, sino que se define por la adhesión a unos valores comunes de carácter democrático, plasmados en una Constitución con contenidos universales, donde se reflejen los derechos humanos. Dado su destacado componente universalista, este tipo de patriotismo se contrapone al nacionalismo de base étnica-cultural. 

Se da la situación de apátrida o de exiliado cuando no hay relación con la patria, porque ha nacido sin ella o bien la ha perdido. Naciones Unidas define la figura del apátrida como “cualquier persona a la que ningún Estado considera destinataria de la aplicación de su legislación”, es decir, que no son reconocidos por ninguna nación. 

El desgarramiento que padecen los apátridas y los exiliados es tan grande que, como la pensadora María Zambrano dice: “No tienen lugar en el mundo, ni geográfico, ni político. No son nadie, ni un mendigo, no son nada. (…) Y en su condición humana son seres abandonados, desconocidos, sin esperanzas, sin tiempo de historia, en que se le agudiza la soledad, y la irreversibilidad de encontrarse con una patria que le dé sentido a su vida”.

El abandono presenta una realidad que tiene consecuencias sociales: de injusticia social, de pobreza, de marginación… Abandono que es causado por el desequilibrio de un sistema global que olvida lo humano y, que empuja a quien lo padece a la huida, a la búsqueda de la supervivencia. Me refiero a esos seres humanos que llegan de alta mar, cuyos deseos son encontrar la otra orilla y saltar el muro levantado para ver otro horizonte. A los que huyen de una guerra que no han causado. Pienso también en esos niños, a quienes utilizan como mer­cancías para el odio. 

Todos, en cierto modo, somos exiliados, porque la expulsión es un sentimiento de culpabilidad arraigado en nuestra genética, herencia recibida de la cultura judeocristiana que nos re­­­­cuerda la expulsión del Edén. 

Habría que preguntarse por qué el ser humano continúa escribiendo la historia con sangre y odio, si lo único que salva a la humanidad es la compasión. La Tierra y nuestra naturaleza humana son regalos preciados que debemos compartir y entregar como herencia.