Aquel romance a Córdoba

Columna de Margarita García-Galán

En uno de esos gratificantes anocheceres de verano, en una distendida charla entre amigos, hablábamos de ciu­da­des andaluzas. De sus pai­sajes, de sus fiestas, de su gente, de sus pe­cu­lia­ri­da­des..., y contábamos anéc­­­­­­­­­­­­do­- tas de nuestro paso por al­gu­na de ellas. Entonces recordé una visita a Córdoba, en un caluroso día de mayo, para ver sus famosos y floridos Patios, declarados Pa­tri­mo­nio Inmaterial de la Hu­­­­mani- dad. Merecido reconocimien­to a un espectáculo hermoso, patrimonio de todos, que hay que proteger. Un festival de flores bellísimas que co­lo­rean, en cuidadas macetas de imposibles alturas, las blan­cas paredes de esos patios que miman y cuidan pri­morosamente los cordobeses.

Ese día, nos dirigíamos en taxi con unos amigos hacia donde están esos patios visitables. Con nosotros venía un suizo, interesado por la historia y la cultura, y muy amante de lo español. Yo le iba contando lo que me gus­taba esa ciudad sultana y mo­ra, y que me sabía de me­mo­ria el Romance a Cór­do- ba, de Pepe Marchena, que siempre me gustó. Y empecé a tararearlo: “Es morena y cordobesa, tiene aire de sul­tana y corazón de princesa...”. El suizo me escuchaba atento, y entonces sucedió al­go insólito: el taxista, que pa­recía ajeno a nuestra char­la, siguió, con buena voz y buen acento, el romance que yo había empezado a cantar: “...En Córdoba la encontré cuando en la feria de mayo las treinta mulas compré...”. Aquel hombre amable, atento al tráfico, recitaba cantando la canción de Marchena, ante el asombro de nuestro amigo suizo, que entiende y habla muy bien español. “¡No es posible! -decía- Voy en un ta­xi cruzando una ciudad preciosa mientras el taxista me la enseña cantando el romance de un famoso can­taor flamenco”. Eso solo pasa en Andalucía, le dijimos. An­dalucía es diferente.

El taxista nos llevaba por las calles de la ciudad y nos daba explicaciones de lo que íbamos viendo, como el más entusiasta de los guías turís­ti­cos. Nos habló del sal­­mo­re- jo, de los ‘peroles’, de la feria de mayo, de la judería, del puente romano, de la mez­quita..., y volvía al romance. Le conté que yo lo aprendí ha­ce muchos años, cuando mi hermano, entendido y amante del flamenco, me regaló aquel disco mítico que aún conservo, y que em­pe­za­ba diciendo: “Memoria de to­dos los cantes, por el maes­tro de maestros Pepe Mar­- chena, en antología”. Lo oí muchas veces en la habi­ta­ción de mi casa veleña, en la calle donde, mucho tiempo atrás, naciera la insigne pen­sa­dora María Zambrano, que -dicen- se dormía con las na­nas de su paisano Juan Bre­- va. Aquella calle, tan paseada por mí, tenía una escalerilla donde estaba el Mesón del Conde, lugar emblemático de entonces donde se reunían los aficionados al flamenco, que alargaban las noches entre charla y charla, entre copa y copa, entre cante y cante. Todavía recuerdo su rústica decoración, sus arcos de ladrillo, sus sillas de anea, sus fotografías antiguas y su particular olor a húmedo. Fue en aquel tiempo cuando aprendí algunas cosas del flamenco, del que, como he dicho alguna vez, no entiendo casi nada, aunque algunas cosas me emocionan mucho. Será que me llega ese duende que te atrae, te contagia y te estremece.  Lo bello me emociona siempre.

El taxista seguía recor­dando a Marchena, uno de los grandes por sus fan­dangos, sus tarantos y ma­la- gueñas, y contaba que Car­men Amaya decía de él que era “faraón del cante que merecía ser gitano”. Pocas veces un viaje en taxi me ha parecido tan ameno. Cuando llegábamos a los patios, el taxista hablaba de la belleza de la mujer cordobesa, y adornaba su entusiasmo con el cante de Marchena. “Y aquella mujer preciosa, de hermosura tan completa, se iba meciendo orgullosa, como en la mejor maceta se mece la mejor rosa”.

Recorrer Córdoba al son de un romance eterno, pasear por su historia, descubrir la  belleza de sus rincones, llenarse el alma de primavera en sus floridos patios... 
Cosas de Andalucía que el suizo nunca olvidará.