Aromas de fiesta y melancolía

En la Sala del Exilio del Palacio de Beniel, bajo un pensamiento hermoso de María Zambrano, se presentaba el nuevo libro de Joaquín Lobato. Una vez más, esos amigos que miman su recuerdo, y el Área de Cultura veleño, lo hacían posible. Cuadernos de la Romería y la Feria veía la luz en mayo, “cuando el delirio y la luz surgen”. Una voz flamenca y una guitarra con duende abrían el acto llenando el aire con sones de malagueña;  bailaban los flecos del pañuelo rojo de la cantaora, al compás del suave taconeo  que seguía el embrujo de la guitarra. La tarde de mayo empezaba de la mejor manera. Música y amigos en un entorno amable, alrededor de un sentimiento común: el recuerdo entrañable de Joaquín Lobato.  

Leo el libro, y, como siempre, me embarga un sentimiento de cercanía con el alma del poeta. Me gusta lo que escribe, me suena todo. Comparto su amor por el paisaje veleño y las vivencias inolvidables que duermen en sus rincones, que se hicieron eternos a golpe de suspiros de adolescencia. Los sonidos, los aromas de las “alargadas tardes de doradísimo sol por las torres y en las esquinas”. Al calor de ese sol, que fue también mi sol, pasó como un soplo la vida. Los versos de Joaquín me lo recuerdan todo. Aquellas ferias de caballitos de cartón, “chorizos al infierno” y casetas de estudiantes, y aquel templete mágico donde bailábamos al son de los primeros latidos de amor. Latidos arrítmicos, desordenados, que nos descolocaban el corazón de puro vértigo. “Muchas bombillas... más bombillas todavía...”, luces de bohemia en las festivas noches, bajo las estrellas “que bailan unos fandangos catetos y la luna que canta por verdiales”. Mujeres veleñas lu­­ciendo biznagas en el pelo, “jazmines heridos gritan su belleza en el oído de una mujer”. Qué forma tan hermosa de narrar lo cotidiano, de inmortalizar lo bello. 

Lobato nos lleva de la primavera a la romería entre “flores y ri­zados volantes de lunares”. He­mos vivido muchas de esas ro­merías, que nos llevaban por flo­ridos caminos de mayo a la con­vivencia alegre y desenfadada, animada de cantes y bailes, entre revuelo de volantes y tam­bores roncos que nos marcaban el paso. “La incontenible bri­sa, el almendro en flor y la yer­babuena”. Romerías y ferias ve­leñas. Con sus dibujos y sus ver­sos, el libro de Joaquín  las ha­ce inmortales. Pero entre aromas de fiesta y melancolía, el poeta nos regala otros escritos llenos de sensibilidad, que dejan su alma al descubierto. Un cantar a la torre de Santa María, un ma­nojo de piropos jipis para Vé­lez..., y un precioso ‘Cuento roto’ que intentó escribir y acabó en cuartillas rotas; un cuento de fe­ria que nos habla de Laura: “Ha­bía en sus ojos un eterno sosiego y en sus labios la vaguedad de una sonrisa triste...”. Hermoso cuento inacabado que nos enseña al desnudo el alma de una chi­quilla “que deseaba componer el desorden de las estrellas”. Lo­bato pasea su poética sencillez por las páginas de este libro lle­no de gestos, de piropos al pue­blo donde paseó su niñez “ju­gando al resconder y coleccionando golondrinas en su i­ma­ginación”. Especialmente her­moso, el ‘Nocturno’, donde in­tenta “resolver el crucigrama de lo íntimo”. Pensamientos y nostalgias en noches desveladas donde oía el tañir de las campanas y el sonido lejano de un tren, “y sentía nostalgia de viaje cuando en los amaneceres lluviosos oía el silbido de aquel tren (Nadie puede imaginarse có­mo me gusta viajar cuando llueve)”.

Me identifico con él, hago mía la poética claridad de sus luces de nostalgia. Me gustan los jazmines; las tardes refrescadas de septiembre; las ferias que tienen “el cosquilleo lírico de un verdial...”. Los libros del poeta me acercan a su tiempo y a su alma. Joaquín Lobato vibraba al son de una música que comparto. Me gustan las tardes “cuando el sol se ha rendido un poco y los balcones dibujan las primeras vértebras de la penumbra”. Me gusta oír el silbido imaginado de aquel tren. Y me gusta viajar cuando llueve.