Bajo el limonero

A Elena

Paseábamos por la ca­rretera con esos amigos veleños que se me hicieron impres­cin­di­bles en aquel tiempo de adolescencia que nos veía vivir; un tiempo vibrante que nos hacía reír, emocionarnos, sorprendernos con cada latido nuevo de nuestros jóvenes corazones. Hablábamos de la muerte, recordando al padre ausente de uno de esos amigos entrañables. Él nos decía que teníamos que hablar de ello, que la muerte era algo natural y debíamos  aprender a gestionar la tristeza de lo inevitable. Pero yo no quería hablar de eso, me ponía muy triste asumir que la vida se acaba. Me cegaba entonces el color de la primavera y me negaba a pensar en lo gris. La madurez de mi amigo chocaba con mi visceral miedo a perder afectos, a aceptar que la belleza de las flores no es eterna. A admitir que la muerte es inherente a la vida.

He vuelto a pensar en ello, hace pocos días, cuando alguien de mi familia cruzó “la sutil frontera”. Se fue mi hermano mayor, dejándonos un hueco más en nuestra particular parcela de afectos. Hoy, cuando diciembre viste las calles de brillante Navidad, recuerdo instantes de su vida, que pasan ante mis ojos como escenas de una película real de la que fuimos protagonistas. Él andaba siempre entre libros, por él estudié inglés en el instituto, porque decía que el idioma de Shakespeare pronto sería imprescindible. Lector voraz, le gustaban la historia y la filosofía, y me recomendaba libros para leer; yo me fiaba de su criterio, aunque una vez me recomendó una novela de un autor inglés “que era muy divertida” y a mí me aburrió muchísimo. Él sonrió con mi desencanto: “Es que es humor inglés”. 

Le gustaba el buen cine, la radio, la música, los pimientos tempranos y el tomate con sal, y una receta familiar de patatas guisadas que él elevó a la excelencia y a la que pusimos su nombre en su honor. Me enseñaba latín, me fiscalizaba las lecturas y las emociones, y me cotilleaba ese diario infantil que yo guardaba con celo en un rincón que no era tan secreto como yo pensaba. “No se puede ser tan sensible, niña, sufrirás mucho”. Ejercía de hermano mayor y yo, soñadora irredenta, perdida siempre en un verso de Bécquer, me enfadaba con él porque hurgaba furtivamente en mis escritos destapando esos amores párvulos que me empujaban a escribir ternezas con una prosa hiperbólica, excesiva en adjetivos, suspiros y lamentos. El tiempo me enseñó que tenía parte de razón: mi sensibilidad me hacía llorar muchas veces, pero también me hacía disfrutar inmensamente de esas pequeñas cosas que nos llenan la vida: la belleza leve de una amapola, la música de un río, el trino de un pájaro, la quietud azul de un mar en calma, el milagro anaranjado de un atardecer...

Bajo el tibio sol de diciembre, sintiendo el desasosiego de la ausencia, recuerdo a mi hermano. Su gesto serio, su caminar deprisa, su apego a la familia, sus charlas amenas alrededor de una buena mesa... Sus días grises, sus días de sol. En el mes que lo vio nacer, se fue para siempre; cruzó la delgada línea que nos separa de todo lo que amamos y, arropado por los suyos, se fue, en silencio y en paz, a seguir filosofando con las estrellas en ese infinito misterioso del que nadie vuelve. Y nos dejó aquí, un poco más solos, sumando un hueco más en la parcela de ausencias que duelen. Llena de dudas, sin certezas de ese otro lado de la frontera sutil, quiero pensar que su espíritu sigue aquí, alrededor de su familia. Renaciendo, quizá, en las ramas de un hermoso limonero lunero que le servirá de abrigo en las noches frías porque así lo soñó un alma sensible que le quiso bien. Imaginarlo allí, bajo el limonero, suavizará el vértigo de esa nada, espantosamente fría, que presumimos oscura, silenciosa y triste. Es hermoso pensar que mi hermano descansará en la paz verde de un árbol frondoso y florecerá en primavera formando un todo con esas flores de azahar que perfuman el aire. “La muerte no existe; la gente sólo muere cuando la olvidan”, decía Isabel Allende. Nosotros no te olvidaremos nunca, Pablo, y cuidaremos con mimo ese amoroso limonero que guardará tu ausencia y te hará renacer.