Batracios

La televisión ofrecía uno de esos animados debates que descarnan la actualidad en un programa de tarde, donde analistas, políticos y periodistas repasaban las novedades de esa trama corrupta que parece no tener fin.

Una historia interminable de ‘ranas’ que se multiplican en una charca inmunda que huele cada vez peor. Las ranas ya no son lo que eran, esos simpáticos animalitos que se convertían en príncipes cuando los besaba la angelical heroína del cuento. No son aquellas otras verdes, escurridizas, que animaban la orilla del río con sus certeros saltos y ese croar continuo que ponía música a las noches de verano. Me encantaba mirarlas desde el puente. Verlas bucear en el agua fría y oír su concierto interminable en el silencio de un paisaje verde donde reinaba la paz cantarina del  río y su alegre chapoteo. Nada que ver con ésas, repugnantes, que han saltado a la fama de mala manera, mancillando el nombre y el recuerdo inocente de esas ranitas de cuento que viven felices en charcas cristalinas, ajenas a humanas ambiciones, a corruptos y corruptelas. 

Los periodistas las iban sacando a la luz, directamente de la ciénaga de aguas fétidas al plató de televisión. Más que ranas, eran sapos cancioneros de ojos saltones, podridos de avaricia. Los tertulianos les iban poniendo nombre... y precio, dejando al descubierto la estética de estos ‘príncipes del cuento’, anfibios de doble vida, que no tienen ética ni conciencia. Que son capaces de dilapidar millones y millones de dinero público a la vez que croan felices en sus charcas de lujo, ajenos a la crisis y al hambre de otros. Me revuelve el estómago pensar en ello. Gente sin alma, que se permite dar lecciones de moral sentados cómodamente en el pedestal de sus mentiras. Y me asombra la ambigüedad de las leyes; que un mismo delito pueda tener varias lecturas según el juez que lo interprete.

El debate subía de tono entre los que creían en la imparcialidad de la Justicia y los que la ponían en cuarentena. Este juez sí, este juez no... Una vergüenza, vamos. Irremediable pensar que la señora de la balanza, aun con los ojos tapados, no es tan ciega como parece. La justicia no es igual para todos, pensaba yo. Y entonces llegó “la pequeña pausa para la publicidad”, unos minutos de respiro donde nos ofertan otro mundo más amable; mil mágicas recetas para vivir mejor. Después de la cruda realidad del debate, la maravillosa irrealidad que se compra y se vende envuelta en perfumes caros y coches de lujo, que parecen estar al alcance de cualquiera. Ellos y ellas, adalides de la belleza, estéticamente impecables, nos susurran en amoroso francés que la vida es bella si te compras ese perfume. Que serás, de repente, la diosa de medidas perfectas que baja las escaleras aireando la elegancia etérea de su modelito de firma para encontrarse con ‘él’, un príncipe azul guapísimo que la espera en un cochazo para llevarla en volandas al séptimo cielo del lujo y el glamur. Mensajes subliminales, como el de la modelo -que parece haber hecho un pacto con el diablo- que te sugiere, “porque todas tenemos algún imposible en el armario”, que tomes una infusión milagrosa que hará que entres en el ‘imposible’ que nos enseña: un pantalón de talla inverosímil que le estaría pequeño a una Barbie.

Se acaba la pausa publicitaria y vuelve el mundo real: las ranas se multiplican en el fragor de la trama, y con sus gráciles y calibrados saltitos salpican a otros batracios que van saliendo del agua. Dicen que las ranas son los anfibios de ojos más perfectos: donde ponen el ojo, ponen el fraude. Me quedo con las inocentes ranitas del cuento que me servía para dormir plácidamente a mis hijos, y con esas otras que veo de vez en cuando en verano, en la quietud de un valle que me embriaga con aromas de menta y resina, y un silencio de pájaros que no cambiaría por nada. Especialmente ahora, cuando crece mi escepticismo. Cuando se me acumulan los imposibles en el armario. Cuando siento, más que nunca, que lo esencial es invisible a los ojos.