Devuélveme la magia

Columna de Margarita García-Galán

Brillaban las luces del escaparate de aquella droguería que era también una tienda de juguetes. Con mi abrigo, mis botas de agua y una bufanda de lana que me tapaba la cara hasta los ojos, de la mano de mi hermana miraba extasiada el precioso estuche de belleza que había pedido a los Reyes en una carta de papel cuadriculado con tachones y faltas de ortografía. “Ese estuche azul que está en el escaparate... Solo quiero eso, Baltasar”. 

Era mi rey favorito, quizá porque era distinto; quizá porque mi hermana se empeñaba en que lo fuera. En aquella noche gélida, que había congelado los chorritos de la fuente cercana, nerviosa e ilusionada iba a encontrarme con él. El mago de mis sueños que venía a caballo desde el lejano Oriente. Con su cara negra, su turbante y su capa de armiño, se me acercaba bajando la calle principal de mi pueblo. Parece que fue ayer, que no hubiera pasado el tiempo desde aquella noche fría donde brillaba en mis ojos la ilusión y en el cielo las estrellas. “Ya viene, ya viene” -decía mi hermana-. Y yo, obviando todo a mi alrededor, solo buscaba los ojos de Baltasar, que saludaba a los niños moviendo las manos llenas de anillos lujosos. La mirada cómplice de mi hermana me acercó hasta él, y entonces me dedicó una espléndida sonrisa que me hizo entender que mi deseo se cumpliría. Creo que pocas veces he sentido una emoción tan limpia. Temblando de frío y de nerviosismo, rodeada de niños que gritaban los nombres de los Reyes, esa noche supe que existía la magia. Tiempo después comprobé que no es oro todo lo que reluce: ni sus anillos eran tan lujosos, ni la cara de mi rey favorito era tan negra. Me enteré de la verdad del cuento y descubrí la fórmula de aquel hechizo de andar por casa. Sus Majestades difícilmente podían llegar a mi pueblo a lomos de sus caballos, por muy magos que fueran.

Resultó que Baltasar era un vecino, eterno aspirante a la sonrisa de mi hermana. Mientras yo coleccionaba cro­­mos y canicas, él intentaba coleccionar sonrisas. No era negro, no era rey, pero un poco mago sí que era, la verdad. A mí me regaló la ilusión de un momento único, una particular sonrisa que me hizo sentir especial. Aquel Baltasar campesino -Eusebio para los amigos-, que solía llevar sombrero de paja y albarcas de esparto cuando no ejercía de rey, pasaba por mi puerta con su carro de hierba fresca perfumando la calle donde yo jugaba. El aroma del campo que dejaba a su paso, subsiste aún en mi recuerdo, aunque ya nadie pueda devolverme la hora del esplendor en la hierba.

Ha pasado mucho tiempo y queda poco de la niña que miraba ilusionada el brillante escaparate. Si acaso, algún ramalazo de párvula inocencia, que a veces me hace creer que es posible lo imposible. Hoy, precisamente cinco de enero, me gustaría creer que Baltasar, mi Baltasar, anda por ahí repartiendo sueños a tantos niños que aún no saben, como yo aquella noche estrellada, lo difícil que es hacer magia. Que fuera posible que el mago de mi pueblo, campesino amable, pasara otra vez en su caballo, con su turbante, su manto de armiño y su sonrisa negra, derritiendo con su magia los chorritos de la fuente y las nieves del tiempo que platearon mi sien. Por si así fuera, cerraré los ojos y pediré con fuerza que se cumpla mi sueño; un sueño ambicioso que no cabe en un estuche azul. Quiero que todos los niños del mundo sean felices. Que no pasen hambre ni frío. Que tengan escuelas y hospitales. Que no se queden sin madre porque así lo decide la barbarie inmisericorde de alguien que no les quiso nunca. Que no naufraguen sus vidas en un mar de nadie que atraviesan buscando un futuro. Que cambien las políticas que derriten los polos y enfrían las primaveras, y   amenazan con borrar el azul del cielo. Que crezcan los niños en paz. Que paren las guerras que les impiden jugar.

Regálame el sueño, Baltasar. Devuélveme la ilusión perdida. Devuélveme mis cromos y mis canicas, y aquella sonrisa de mi hermana que a ti te gustaba tanto.

Devuélveme la magia, Baltasar. Devuélveme la magia.