Esas cartas de amor
Entretenida en los versos que aparecen y desaparecen en el viejo cajón que guarda mi tiempo más joven, intento poner en orden la colección de ‘momentos’ que duermen aún en la penumbra más íntima de un mueble familiar. Una postal antigua que me escribió un amigo que ya no está, una flor descolorida que fue una vez hermosa y olorosa, una rama de castaño que se secó al calor de las páginas de un libro, una foto de mis doce años con mi sonrisa tímida y mis trenzas al viento, los versos, empalagosamente románticos, que me distraen mientras ordeno el cajón..., y al fondo, cuidadosamente envueltas en sedoso lazo color violeta, unas cartas de amor. Un apasionado epistolario de ida y vuelta entre él y yo, unas con su letra clara, otras con mi letra taquigráfica. Yo escribía a un soldado, novio entusiasta, que estaba lejos, aunque no tanto como a mí me parecía.
La ciudad de la Giralda se me antojaba en los confines del mundo, a una distancia infinita, tal era la nostalgia por su ausencia. La lluvia en Sevilla era una maravilla porque mojaba a aquel novio que se fue a Sevilla sin perder nunca su silla. La distancia era demasiada para un corazón que latía a golpe de atropellada y rotunda prosa de amor. Un párvulo corazón que medía la distancia por suspiros. “Desde que te fuiste, el sol no calienta, y abril es menos abril...”. Se lo escribía mientras por mi ventana pasaban ráfagas de atardeceres, hermosas puestas de sol nubladas de vencejos y melancolía en la exultante primavera de mis veinte años.
Vuelvo a leer esas cartas sin orden ni concierto. Las suyas, las mías. Arrugadas, amarillentas. Los mismos piropos, la misma vehemencia, la misma añoranza..., el mismo amor. Bailan en las viejas cuartillas palabras sencillas y tiernas repetidas mil veces, promesas solemnes escritas a corazón abierto, al son de una semántica dulce, excesiva, llena de frases grandilocuentes que ahora, en la distancia, me hacen sonreír. Y de alguna manera, me rejuvenecen.
“No tires las cartas de amor”, dice el hermoso poema de Joan Margarit. “Ellas no te abandonarán. El tiempo pasará, se borrará el deseo..., y los sensuales rostros, bellos e inteligentes, se ocultarán en ti al fondo de un espejo...”. Como las descolo- ridas cuartillas que guardan un amor de adolescencia, se fueron arrugando aquellos rostros maquillados de rabiosa juventud.
Jóvenes, éramos tan jóvenes..., decía la balada de moda que nos gustaba tanto en aquel tiempo rosa donde soñar era un derecho y amar el único credo. Nunca pensé en tirar esas cartas, aunque alguna vez tuve la tentación de quemarlas para salvarlas de un destino incierto, pero siempre acabé ordenándolas de nuevo, con mimo, sujetando con su lazo de seda una pasión escrita que resistió el paso del tiempo. Con su letra fácil, con mi letra indescifrable. “Este fin de semana no podré ir a verte. No sé cómo voy a estar tanto tiempo sin ti...”. Versos y corazones adornaban las cartas que el soldado escribía en el patio de un cuartel mirando y envidiando a las oscuras golondrinas porque podían volar.
“Caerán los años. Te cansarán los libros..., el ruido de la ciudad en los cristales acabará por ser tu única música...”. No tires las cartas de amor, dice el ganador del Premio Cervantes que se hizo poeta por amor. De alguna manera, su hermoso verso pone letra a mi sentir y reafirma mi deseo de conservar esas cartas, no sé hasta cuándo. De momento, seguirán durmiendo en el oscuro rincón de un mueble antiguo, guardando celosamente en el color sepia de sus cuartillas, leídas y releídas, el vértigo de un amor primero. Y una vez más me encuentro leyendo, a la luz del otoño, unas cartas que me sé de memoria, que no han perdido vigencia y que me siguen pareciendo hermosas. Se han arrugado, se han agrietado y se han vuelto amarillentas como las hojas de otoño, pero en el color ocre de su prosa viva sigue latiendo el esplendor de la primavera.
“... y las cartas de amor que habrás guardado, serán tu última literatura”.