Hidalgo y su cartel

Columna de Margarita García-Galán

Cada día me encuentro con la mirada azul de una de sus meninas. Entre flores de mil colores y la música dulce de una guitarra, unos ojos grandes, limpios, soñadores, que transmiten la paz azul del mar inmenso, me miran de frente y me cuentan historias que conozco bien. Antonio Hidalgo, pintor veleño al que admiro, persona sencilla con la que es fácil empatizar, imaginó esa estampa para dar color a la portada de un libro, y su pincel creativo, original y personalísimo eternizó esa mirada sugerente y limpia que me encanta, y que quise tener cerca como fondo de pantalla de mi móvil. Esos ojos serenos me miran cuando llamo, cuando me llaman, cuando escribo, cuando me escriben... Me miran tanto, me dicen tanto, que conozco cada detalle de su expresivo semblante. Podría decirse que esos ojos y yo estamos conectados para siempre.

Hidalgo es un pintor con sello propio; sus colores, sus motivos, su peculiar estilo se reconocen al instante.  Dicen de él “que ama la fantasía, que la practica, que la adora, la cuida, la venera y la potencia”. Su obra es una fantasía entre colores que nos alegra, nos impacta y nos sorprende siempre. Flores, peces, pájaros, meninas, monstruitos, caballitos de feria, caracolas de mar, barquitos en la playa, bicicletas, soles y lunas iluminando paisajes reales que descansan en una genial irrealidad mezclando estilos y épocas que solo él es capaz de conjugar tan armoniosamente. No entiendo mucho de pintura (no entiendo mucho de casi nada), pero lo que pinta Hidalgo me gusta, me admira y me emociona. 

Abro mi móvil. Los ojos azules aparecen y me saludan de nuevo para llevarme  a un paisaje que guardo desde hace días. Es el cartel del pintor veleño que anuncia la procesión  de la Virgen del Carmen de Torre del Mar. Miro el cartel con atención: la orilla del mar que frecuento, se me acerca y me salpica una tímida ola que blanquea de espuma la arena gris donde suelo sentarme a pensar en la vida. Las piedras del ‘morro’ de siempre se adentran en el mar y unas  barquitas de pescadores sueñan con navegar. Torre del Mar, casi dormida, se despereza al abrigo de una sierra hermosa y, en el cielo, vagando en el tiempo, la silueta de la iglesia antigua y el campanario de la iglesia nueva; el ayer y el hoy dando las horas a la vez, repicando alegres porque pasa la virgen de los marineros. El pintor ha querido situarla en el centro de todo, en la arena de esa playa querida que se llena de gente para verla pasar en una barca de fe que surca las aguas del mar en la noche de julio.

No entiendo mucho de pintura; no entiendo nada de credos. Pero no me hacen falta ninguna de las dos cosas para decir que el cartel de Hidalgo colorea el alma. En él  ha plasmado su fe, su amor a la tierra, a sus paisajes, a las tradiciones populares, y a esa ‘divinidad’ que ha querido resaltar con la dorada corona que brilla con luz temprana  iluminando el todo. Sencillamente, precioso. Me gusta su armonía y me recuerda el sentir antiguo de alguno de mis afectos. Y me gusta, especialmente, la estética de la procesión que anuncia: la música, las flores, el bullicio de la gente alrededor de una virgen popular que mis ojos de niña veían a diario en una habitación de mi casa. “Niña, pon las lamparillas a la Virgen del Carmen”. A la orilla del mar la ha soñado el pintor; plasmó su serena belleza en la arena gris del mar azul que baña muchos de sus recuerdos. Como las florecillas que su pincel sembró a sus pies, el cartel de Hidalgo es una hermosa ofrenda de colores puros. Un sencillo, cálido y acertado homenaje a la tradición. Me gustan los tenues azules, y los tímidos amarillos que pintan las nubes. Me gusta la nieve que enfría la sierra. Me gusta la nebulosa del pasado y el presente flotando en el mismo cielo, y el tañir de las campanas a lo lejos, rompiendo el aire, anunciando la procesión.

Mirar el cartel de Hidalgo es llenarse los ojos de amanecer. Embriagarse de aromas marineros. Envolverse en la dulce fantasía de un instante de paz.